DIUMENGE V de QUARESMA / A / 2023

Llegir la Paraula de Déu

Llegir el Full Dominical

 

 

 

Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.

 

Lectura Espiritual

EL BANQUETE DE BODAS (Mt 22,1-14)
El novio, la novia eres tú

El lenguaje de las parábolas, como el de los apotegmas de los padres y las madres del desierto (o –más lejano culturalmente- como el de los cuentos y los koan del zen japonés), suele resultarnos muy extraño. Porque las parábolas no buscan instruir o educar (nunca son políticamente correctas), sino estimular y provocar. Quieren ser algo así como una flecha directa al corazón o como un buen jarro de agua fría que nos ayude a despertar.

El escenario de esta parábola es un banquete nupcial. Se está invitando a una mesa para comer y beber, para confraternizar. Y para celebrar unos esponsales: los del novio con la novia, es decir, los del mundo con Dios, los del espíritu con la carne. Por fin se unen, indisolublemente, el cielo y la tierra, lo visible y lo invisible. Y estamos ahí para celebrarlo.

La invitación que se nos ha hecho se repite una, dos y hasta tres veces; y es una invitación que se dirige a todos, sin distinción ni excepción. Nadie está excluido de esta posibilidad de unir lo mundano con lo celestial. Todos podemos y debemos hacer esa aventura.

Ahora bien, no son pocos los que por desgracia hacen oídos sordos a ese convite. Arguyen escusas, se pierden en justificaciones… Prefieren estar en sus negocios, en sus familias, en sus asuntos… El evangelista Lucas especifica sus razones. Uno dijo: He comprado un campo y necesito ir a verlo. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Otro: me acabo de casar y, por ello, no puedo ir. (Lc 14,18-20). Ninguna de estas personas es capaz de dejar de lado sus preocupaciones y asuntos, les cuesta alejarse de lo suyo. Están tan atrapados por lo inmediato y por lo urgente que se pierden lo esencial. Es nuestra historia de cada día: por alguna extraña razón, preferimos trabajar sin parar a descansar un rato, encerrarnos en nuestra casa a ir a la plaza, quedarnos en lo nuestro y mantener a los demás a distancia. Escuchamos la invitación a la boda, sí, pero nos quedamos en nuestro ámbito y continuamos labrado nuestras fincas. ¡Cuántas son las fiestas a las que la vida me invita y cuya invitación declino continuamente! Quiero protegerme, no involucrarme, salvar mi intimidad…

Hay un criterio para saber si nuestra prevención frente a los otros es virtuosa o más bien egocéntrica: si tras esa soledad vamos a la comunidad con renovada fuerza, si los momentos solitarios son para recargarse por dentro para estar luego más presente en los comunitarios. Si el ayuno –en una palabra- es preparación de la fiesta. Equilibrar los tiempos sociales y los personales nunca es tarea fácil. Depende del carácter, de la circunstancia… No podemos resolver la vida de una vez por todas, sino mantener serenamente la tensión que le es propia.

El dueño de la casa se indigna. Lo que le indigna es la incapacidad para alegrarse con la alegría ajena. Y toma una determinación: Sal aprisa a las plazas y calles de la ciudad y tráete aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos (Lc 14,23). Aquellos a los que les va bien no acuden; los que tienen dificultades, en cambio, son quienes responden positivamente, quizá porque están necesitados.

Esos pobres e indigentes están en el cruce de los caminos, es ahí donde se va a buscarlos: están en una encrucijada, sin saber por dónde tirar para que su vida no sea tan penosa. Por estar en la encrucijada pueden escuchar esa llamada. Sólo hay una condición para participar: purificarse, vestirse de blanco, es decir, morir al hombre viejo para nacer al nuevo, despegarse del ego para abrirse al verdadero yo.

La práctica de la adoración es algo así como un vestirse de blanco –atraído por la música de la fiesta-, un entrar en un banquete de bodas –maravillado al ver que todos están ahí, esperándote-, y un descubrir, estupefacto, que eres conducido al altar –en volandas, de la mano…-, puesto que el novio, la novia –¡quién iba a decirlo! – eres tú.

Pablo d’Ors, Biografía de la luz