DIUMENGE IV de QUARESMA / A / 2023

Llegir la Paraula de Déu

Llegir el Full Dominical

 

 

Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.

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Lectura Espiritual

LA VIÑA (Mt 21,33-46)
El tesoro está escondido en tu corazón

Una de las primeras palabras que los niños aprenden es «mío, mía». ¡La herencia es nuestra!, gritan los labradores de esta parábola, tras asesinar a los criados y al hijo del amo.

Ser señores de esa viña no implica tan sólo el derecho a la propiedad, sino también el más sutil derecho a mandar y, en última instancia -si lo consideran necesario, o simplemente gustoso- también a tiranizar, imponiéndose a los demás. De esto es de lo que se habla en esta parábola: de la rebelión humana ante el hecho de tener a un Dios por encima, de la pulsión que sentimos a dar la vuelta a este estado de cosas, aun por medio de la violencia y del asesinato.

La viña es el mundo. Algunos nos lo hemos apropiado y asesinamos a quienes consideramos que quieren una parte de lo que nos parece nuestro.

Pero la viña es también la Creación, la naturaleza en la que, evidentemente, Dios ya no cuenta pues funcionamos sin tenerle en consideración: arramblando con los recursos naturales, devastando con una inconsciencia culpable o, lo que es peor, con la soberbia de quien se cree dueño y señor. Así es: nos hemos secularizado, nos hemos independizado, somos por fin autónomos de ese invento llamado Dios (así lo piensan muchos), propio de mentes infantiles o calenturientas. Pero, ¿podemos vivir en la viña como si realmente fuera de nuestra propiedad? ¿No es un usurpador quien se erige en propietario de algo que no le pertenece?

La modernidad, con su antropocentrismo y olvido de Dios nos recuerda demasiado a esta parábola, es casi como su traducción histórica. Porque al declarar que Dios ha muerto o, como se hace hoy, al sostener que eso es algo irrelevante y, en todo caso, exclusivamente privado, lo cierto es que nosotros mismos nos erigimos en Dios, esto es, en el criterio absoluto. Libres por fin de Él, tras siglos de alienación, somos finalmente propietarios de la tierra y podemos hacer en ella lo que nos parezca. ¡Por fin somos los señores! ¡Ya no hay nadie por encima nuestro! ¡La viña es del hombre!, decimos, ebrios de poder.

Hemos matado al Hijo y, por ello, imaginamos haber matado también al Padre. Nos sorprende que pueda seguir habiendo un Padre esperando nuestro regreso tras una vida pródiga, nos maravilla que se nos corresponda con amor. Pero el Padre (así lo dice la fe) sobrevive a todos esos asesinatos nuestros que son suicidios.

Esa piedra preciosa desechada (por la que, según Mt 13,45-46, un mercader vendió todo lo que tenía para comprarla) es el tesoro escondido en nuestro corazón. Sorprende que nos pasemos la vida buscándola, teniéndola tan cerca. Que emigremos a otros países, estando en el nuestro. Que vivamos como si fuéramos pobres, siendo ricos.

Y así se pasa la vida, entre búsquedas y lamentos, hasta que de pronto sabemos de alguien que dice haberla encontrado. El espíritu les encontró preparados y el tesoro, simplemente, salió a la luz. Fue entonces cuando, llenos de alegría, fueron y vendieron lo que tenían. Porque no se puede -ni debe- vender sin alegría. Porque el camino espiritual se reconoce sobre todo por la alegría.

¿No somos también nosotros, al fin y al cabo, buscadores? ¿Qué tendríamos que hacer? Este evangelio nos invita a ser «labradores» y a que cultivemos nuestra interioridad, allí donde se esconde ese gran tesoro que no se acaba.

Pablo d’Ors, Biografía de la luz