Jesucristi, Rei de tot el món (A)

La Paraula de Déu

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Lectura espiritual

¿Cuántos panes tenéis? (Mc 6,38)

A Dios no se le enseña; se le hace ver con la vida, con los ojos y con las manos. Dios no se demuestra, se muestra. La palabra y la oración transforman, la contemplación y el evangelio transforman.

La palabra de Dios necesita siempre un capital de encarnación para hacerse creer; tiene necesidad de cuerpos, testigos y mártires. Necesita sacerdotes, monjas, [catequistas], madres y padres para hacerse escuchar; tiene necesidad de ser encarnada en la elocuencia de los gestos, de las sonrisas, de las lágrimas, del pan partido, porque solo la palabra que se vuelve carne y sangre es verdad.

Hacer renuncias por el evangelio equivale a florecer, a levantar el vuelo, a fructificar. “Todo lo que no sirve es un peso” escribe la Madre Teresa de Calcuta. Todo lo superfluo es un peso para el corazón.

“Cuando os envié sin bolsa, sin alforjas y sin sandalias, ¿os faltó algo? (Lc 22,35). No, nada. Pero nosotros no nos fiamos del todo. También nosotros podríamos caminar libres, recorrer ligeros los senderos al sol, peregrinar con confianza por los senderos de la oscuridad, hacer frente con nuestros cinco panes al adversario del hombre y de la mujer.

Cinco panes, dos peces, cinco mil hombres. El evangelio subraya la desproporción entre lo poco que tenemos en las manos y el hambre de la muchedumbre. La desproporción es también el nombre de la esperanza ante los problemas inmensos del mundo y el asedio de los pobres que crece.

¿Qué puedo hacer yo? Solo tengo cinco panes. Pero Jesús no se fija en la cantidad; basta incluso menos, mucho menos. Jesús le pide al discípulo que comparta, pide el corazón.

Son pocos pedazos, pero el cristiano no vende pan sino levadura (Miguel de Unamuno). Levadura de compartición, sal que se disuelve y da sabor… una levadura de evangelio, hambre de cielo y de otro mundo posible, manos que llevan pan, que luchan contra otras semillas que tratan de invadir el corazón.

Volvamos a aquella tarde en el lago. Los discípulos, hombres prácticos, sugieren que despida a la multitud para que vayan a comprarse algo de comer. Pero Jesús no los despide, no ha echado nunca a nadie. Quiere a todos a su alrededor, incluso para comer. Es una imagen femenina de Dios, un Dios que nutre: cuando me vaya y ya no pueda seguir dándoos pan y tampoco partirlo y compartirlo, vosotros podréis reuniros y comerme. Es él quien hace casi todo, y mientras lo hace, pide colaboración. Comprar dicen los apóstoles. Jesús dice dar.

Danos, rezamos nosotros. Pero es un imperativo que repercute hasta nosotros: dad y se os dará. Danos, invocamos nosotros; dad, replica él vuestro pan todos los días. Nosotros buscamos al Dios que multiplica los peces y el pan. Y él nos busca a nosotros: tú, ¿cuántos panes tienes? ¿Cuántos pones a disposición de los demás?

Para nosotros rezar es aferrarnos. El milagro es el pan que pasa de mano en mano, multiplicándose entre las manos de unos y otros. Si uno se quedara con él, el pan se detendría y el sueño se desvanecería. Según una misteriosa regla divina, cuando mi pan se vuelve nuestro pan, lo poco resulta suficiente. El hambre, en cambio, empieza cuando aprieto mi pan contra mí. El pan para mí es un hecho material, el pan para mi hermano es un hecho espiritual.

No hace falta multiplicarlo, sino distribuirlo, empezando por nosotros. El río empieza con la primera gota de agua, la noche con la primera estrella, el amor con la primera mirada, el mundo nuevo con el primer gesto de un samaritano bueno.

Ermes Ronchi: Las preguntas escuetas del evangelio

 

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