DIUMENGE XII durant l’any / A / 2023

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Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.

 

YO SOY LA LUZ DEL MUNDO (Jn 8,12; Mt 5,14-16)
La oscuridad es sólo una luz que todavía no lo sabe

Luz es, probablemente, la metáfora más afortunada para hablar de Dios. Sabemos que la palabra Dios significa luz del día y/o ser de luz. En confrontación al demonio, ser de la oscuridad. Eso que Dios es, es lo que Jesús dice que somos nosotros: Vosotros sois la luz.

Esa sustancia luminosa es invisible: nunca vemos la luz, sólo lo iluminado. Así que la Luz (Dios) es aquello que permite que el mundo salga de su oscuridad y pueda verse. Ésa es nuestra tarea, según Jesús: los llamados a trabajar para que el mundo se vea –y para que vea- somos nosotros. Estamos llamados, por tanto, a iluminarnos y a colaborar a que todo salga de las tinieblas en que normalmente está.

Claro que la iluminación no adviene sin el trabajo previo de la purificación. Así como tomamos consciencia del tiempo cuando no lo llenamos de quehaceres, tomamos consciencia del espacio cuando lo vaciamos. Es en el vacío del tiempo y en el vacío del espacio cuando se hace la luz, nos dice nuestra tradición. De modo que purificarse consiste fundamentalmente en vaciarse o desapegarse, una tarea que, para ser eficaz, debe ser constante y paciente.

Todo camino espiritual invita siempre a la búsqueda –por supuesto-, pero llega el momento en que también se nos invita a avanzar decididamente por una senda en concreto, sin vacilaciones o flirteos con otras posibilidades (sólo por curiosidad, o por ansiedad, o porque queramos ser perpetuos adolescentes sin compromiso). Perseverando en este trabajo de vaciamiento o purificación se descubre algo sorprendente: que todo lo que nos amenaza no es más que un disfraz de la luz, a la que gusta esconderse en su contrario.

Pero entonces, si somos luz, ¿Cómo es que insistimos tanto en lo oscuro? Es como si no fuera ya lo bastante oscuro, o como si de por sí tuviera para nosotros mucho más interés que lo luminoso… pongamos el ejemplo de la literatura. Se ha escrito que con buenos sentimientos no puede haber verdadera literatura.  Nos hemos enamorado de la sombra, ése es el verdadero problema. Nos atrae el abismo del infierno, no sólo el del cielo. Por otro lado, pareciera que necesitásemos verificar una y otra vez hasta dónde somos capaces de llegar. Queremos probarnos, sometiéndonos a experiencias extremas y corriendo todo tipo de aventuras. Algo en nosotros sabe que a la paz más profunda sólo se llega tras haber experimentado el más angustioso terror. El riesgo es olvidar que si nos hemos metido en el desierto es para llegar al oasis. El peligro del desierto es el espejismo de su eternidad.

Jesús vino a decirnos que lo oscuro ha terminado, que ha comenzado una nueva época. No seas necio, no te agarres a lo de antes, no vivas como cuando eras un adolescente y no sabías aún que la luz no había entrado en el mundo. No te creas que sabes lo que te conviene mejor que Dios. No escondas tu lámpara en un cajón. Ponla sobre la mesa para que ilumine tus papeles y puedas leer. No te olvides de que tienes una lámpara, de que eres una lámpara. No te olvides de que el mundo necesita lámparas y de que tú estás aquí para iluminarte y para irradiar.

No pierdas ni un minuto más flirteando con tu sombra. Desempolva tu lámpara, comprueba su nivel de aceite y enciende una cerilla. La oscuridad nos ha vencido cuando nos ha impedido ver que tenemos una lámpara. La oscuridad de una habitación sólo se disipa cuando alguien enciende una vela o acciona un interruptor. Así que no se trata de luchar contra lo oscuro, sino de encender una luz. Lo mejor que uno puede hacer para saber quién es y qué debe hacer es no enredarse con lo malo e insistir en lo bueno, en lo verdadero y en lo hermoso. El resto vendrá por sí solo. Cristo no vino al mundo simplemente como luz, sino como luz en la oscuridad (Jn 1,5).

Toda mirada atenta y amorosa arranca lo que mira de su oscuridad y convierte a quien así mira en su creador. Claro que un geranio, una sábana tendida o el fuego de una chimenea son agradables a la vista. El problema empieza cuando lo que hay que mirar es una úlcera infectada, o a una persona que te ha hecho daño, o un virus que devasta el mundo, un hombre pegando a su mujer, un mendigo borracho y degradado…

Entra en esa oscuridad profunda (cruz la llamamos los cristianos) y en esa luminosidad profunda (la llamamos redención). Verás, entonces, maravillado, que la oscuridad es sólo una luz que todavía no lo sabe: una luz que depende de tu mirada amorosa para saberlo.

Pablo d’Ors, Biografía de la luz