DIUMENGE XI durant l’any / A / 2023

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Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.

 

YO SOY EL BUEN PASTOR (Mc 6,34; Jn 10,14-15)
Existo cuando te escucho decir mi nombre

Decir hoy que Jesús es el Buen Pastor parece algo trasnochado. Más allá de la cuestión cultural, la imagen del pastor nos resulta hoy obsoleta porque nuestro corazón se ha endurecido y ya no se compadece al ver a tanta gente vagando de aquí para allá, entregándose a todo tipo de experiencias -incluyendo las más peligrosas y destructivas-, sin nadie que les diga absolutamente nada. Sin nadie que se preocupe de ellos. Perdidos como ovejas sin pastor. Esta metáfora ha perdido vigencia por indiferencia ante el destino ajeno. Porque pensamos que la vida de los otros es simplemente suya, no también nuestra. Por individualismo y cerrazón. Ahora bien, enseñar al que no sabe sigue siendo una virtud. Como guiar al que se ha perdido, orientar al confuso, o apuntar hacia la luz a quien vive entre tinieblas. Se trata de corresponsabilidad y de sentimiento de pertinencia a una gran familia.

Estamos en un redil y ese redil es la vida. Si no entramos en ese redil, si no estamos en la vida, no tendremos acceso a su misterio. Todo lo que se diga de Dios que no pase por la vida podrá amueblar la cabeza, pero no alimentará el alma. Estar en un redil significa que la vida no nos pertenece, sino que somos nosotros quienes pertenecemos a ella. Pertenecemos a ese redil, ¡estamos vivos! Pertenecer a alguien es tanto como haberse unido a él -o a ella- irrevocablemente. Tener fe es saber que la vida está decididamente de nuestra parte. Alguien vela por nosotros, nos saca por la mañana a los pastos, nos vela durante el día -por si nos perdemos-, nos alimenta solícitamente y nos recoger por la noche. Él no es únicamente nuestro pastor (quien nos vela en el redil), sino también es nuestro pasto (se deja comer para alimentarnos). No estamos dejados de la mano de Dios, sino precisamente cuidados por Él.

A nadie le gusta hoy ser comparado con una oveja. Sin embargo, quien no ha experimentado ser cuidado, difícilmente podrá cuidar a nadie. Nadie puede dar lo que no tiene. Todo verdadero padre ha sido antes hijo. Es reconociendo un guía como se puede guiar a otros. Esta ley vale tanto para la transmisión biológica como para la de la sabiduría.

En nuestra búsqueda de la mayoría de edad o madurez, hemos dinamitado el principio de autoridad. Esto nos ha conducido a la situación actual, de gran desorientación: nadie quiere ser responsable de nadie; nadie se erige en maestro de nada; todos preferimos la comodidad del que espera que todo se lo den hecho. Si embargo, casi todos sentimos, la nostalgia de un padre, de un pastor: de un fundamento en el que apoyarse, de alguien a quien recurrir y que nos conozca, puesto que estaba desde el principio.

Alguien que nos conozca. Alguien tan insensato como para abandonar las noventa y nueve ovejas que le quedan en el redil y para salir a buscarnos a nosotros, la oveja perdida, cuando nos hemos alejado. ¿Insensato? Sí. Porque el amor no lo rige la prudencia o la sensatez, sino la pasión. Lo prioritario es siempre atender al necesitado, no conservar a quienes ya están dentro y asegurados. La pasión amorosa, que es la de Dios, se reconoce precisamente por hacer muchas cosas tan conmovedoras como insensatas. Por eso, Dios no ve las noventa y nueve ovejas por un lado y la una por el otro, sino sólo ve una, la necesitada. Hoy, en cualquier caso, esta metáfora no ofrece ninguna duda, puesto que son noventa y nueve ovejas las que están fuera, y dentro sólo dos o tres, en el mejor de los casos.

Alguien que nos conozca. Y reconocer la voz de su pastor. La oración consiste en escuchar la voz interior y reconocer que dice nuestro nombre. Si decimos el nombre del ser amado, el recuerdo de su imagen nos sobreviene. El nombre trae a la persona invocada a la mente y al corazón. Esa voz que dice nuestro nombre lo dice amorosamente, pues es la voz de un pastor, un cuidador. Más que un conocimiento (algo que desconocíamos) a lo que esa voz interior invita es a un reconocimiento: ya sabíamos lo que ahora, de pronto, se nos hace claro y evidente: que somos conocidos y cuidados. Amor y conocimiento son lo mismo.

La imagen cristiana de Dios no es tanto la del maestro (que también, es decir, la de quien ilumina o enseña), como sucede con el budismo, sino la del padre y la del pastor, esto es, la de quien engendra y cuida. Dios es para los cristianos el Creador, el Cuidador y el Dador de vida. Al cristiano se le invita a tomar consciencia de que está cuidado y, por ello, invitado a cuidar. El trabajo espiritual podría resumirse, probablemente, en ética de la atención (y eso es la oración) y ética del cuidado (y eso es la caridad o la compasión).

Pablo d’Ors, Biografía de la luz