DIUMENGE VIII durant l’any / C / 2022

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Lectura Espiritual

Ser como niños (1)

La simplicidad es el criterio

En aquel momento, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: ¿Quién es el más grande en el Reino de Dios? EL LLAMÓ A UN NIÑO, LO COLOCÓ EN MEDIO de ellos y dijo: Os aseguro que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos. (Mt 18,1-3)

Los niños carecían de cualquier consideración social en la época en que vivió Jesús. Por sorpresa de todos Jesús los encumbra y da a entender que la pequeñez, la simplicidad, es el criterio definitivo del Reino.

Jesús llega a identificarse con ellos: El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí (Mt 18,5), es decir, pone a los niños en relación directa con el propio Dios. E incluso: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado estas cosas a los pequeños y sencillos (Lc 10,21-24).

Para Jesús, tres son las condiciones requeridas para el discipulado: ser como niños, venderlo todo y seguirle, y cargar con la propia cruz. Pero, ¿por qué los niños si son los más egocéntricos del mundo? Porque viven en el ser y no en el hacer: respirar, moverse, observar, dormir… lo más básico y elemental que es lo más esencial. No deberíamos pensar, sentir, dialogar, trabajar (cosas de adultos) sin antes haber dormido, respirado, caminado, contemplado… Para hacer el bien, antes hay que ser bien; y eso es lo que los niños pueden enseñarnos.

Los niños viven sin prejuicios. Saben bien que las cosas son como son. Moverse es necesario para saber estarse quieto. La quietud es hoy un gran desafío para muchos, puesto que no hemos integrado en la vida cotidiana el ejercicio físico. También son muy pocos los adultos que se conceden llorar con libertad, siendo el llanto a menudo la respuesta más natural a la realidad. Los niños sufren y gozan mucho más: antes cuerpo que mente.

La principal característica del niño es el entusiasmo, algo que rara vez persiste en los adultos. Ser entusiasta es estar encendido por dentro: disfrutar de esa energía vital, poderosa e incuestionable, que tiene cualquier niño.

Lo principal que debe enseñarse en un camino espiritual es a jugar. La meditación, la contemplación ha de ayudar a vivir. La verdadera espiritualidad empieza con la relajación. En esto los niños muestran ser infinitamente más espirituales que los adultos, a quienes no es infrecuente encontrar tensos y preocupados. Las personas religiosas estamos normalmente demasiado obsesionadas con nosotros mismos y con nuestro camino. Los niños carecen de esa lacra. Confían en su intuición, en la visión inmediata de las cosas.

Prueba de ello es que saben jugar, es decir, mantenerse activos con el mundo sin afán de rendimiento, solo por disfrutar, a mancharse las manos, a interactuar con los otros, a sacar lo mejor de sí sin atender al resultado. En el verdadero juego la sensación de tiempo desaparece y se hace experiencia de la eternidad (que no es otra cosa que la plenitud del tiempo, no su extinción).

Los adultos no jugamos porque tenemos miedo a hacer el ridículo y a fracasar. Quien piensa la vida en clave de éxito o de fracaso es que se da demasiada importancia. No puede hacerse el camino espiritual sin fracasar una y otra vez, tantas cuantas sean necesarias. Hay que fracasar hasta que nos demos cuenta de que no tiene la menor importancia. No se puede hacer un camino espiritual sin ser considerado un pobre diablo por quienes no lo hacen. Es uno de los precios. Si nos parece caro es porque damos importancia a lo que realmente no la tiene.

Pablo d’Ors, Biografía de la luz