Domingo IV de Cuaresma / C / 2019

Palabra de Dios

Leer la Hoja Dominical

 

 

Lectura espiritual

¿Qué es amar? Muchos insisten sobre esto diciendo que no es dejarse llevar del sentimiento, que el amor efectivo consiste en hacer la voluntad de Dios. Es, en efecto, el fruto más seguro del amor, la señal por la cual lo reconoceremos y que se ejercita en la caridad fraterna (“con esta señal se reconocerá que sois mis discípulos”). Pero la señal del amor no es el amor mismo. I si tratamos de cumplir la voluntad de Dios y de amar a nuestros hermanos por una tensión heroica de la voluntad, corremos el riesgo de querer recoger de nuestro corazón los frutos del amor sin haber plantado el árbol del amor (que es desde siempre la más pequeña de las semillas).

Amar no es, desde el principio, ser heroico en el desinterés: al contrario, esta perfección solo se da al final. Amar es, antes que todo, ser atraído, seducido, cautivado por el rostro de la ternura de Dios, es haber quedado fascinado por el mendigo del Amor. Y así como es imposible rezar sin haber visto este Rostro, también es imposible amar a los hermanos sin haber comprendido que Dios es Amor. Él ha sido el primero en amarnos. El primer acto libre y meritorio que se nos pide es creer en este amor, ceder a esta seducción, a este atractivo, dejarse tomar, dejarse hacer: “El Señor es misericordioso; mi alma lo sabe; sin embargo, esto no puede describirse con palabras… Él es infinitamente suave y humilde, el alma que lo ve se transforma en él, se convierte toda ella en amor al prójimo, se vuelve toda ella suave y humilde”.

El hombre que ha descubierto la dulzura de Cristo en la experiencia del Espíritu Santo se ve revestida de la humildad de Cristo. Se podría decir que Cristo era “naturalmente” humilde, porque estaba fascinado por la Gloria de su Padre y, al mismo tiempo, era infinitamente dulce con aquella dulzura de Dios que nos concede amar a nuestros enemigos. Si queremos aprender la humildad y la dulzura de Cristo para amar a nuestros hermanos, es necesario que digamos a Dios: “Déjanos ver tu Rostro y seremos salvos”.

Los esfuerzos más duros que hacemos para amar a los demás son a veces desesperados y desesperantes porque procede muy poco del amor y demasiado de la voluntad de convencerse que uno ama; cosa que lleva a hacer obras de amor sin amar. Se intenta imitar a los santos, se fabrica un superego (como la rana que quería hacerse tan grande como el buey), y esto lo llamamos la perfección cristiana y religiosa. Y la vida cristiana no es, por principio, un ideal, sino una realidad: la vida trinitaria infusa en nuestros corazones; el único ideal es que esta realidad se despliegue; es una cosa bien simple que se destraba en nuestro corazón sin que sepamos ni porqué ni cómo, y que hace fácil el resto: “Mi yugo es suave y mi carga ligera”.

Es muy peligroso hacer, de buenas a primeras un ideal de la oración o del amor fraterno, porque uno se hace su propio ideal. Perseguir un ideal es a menudo buscar imitar el amor con esfuerzos agotadores que hacen penosa la vida y que no tiene buen precio a los ojos del Señor porque no se corresponden a su deseo. No intentemos hacer como si ya hubiésemos llegado a un grado más de donde nos encontramos en realidad: un fruto del espíritu de infancia es no tener una sobreestimación de nosotros mismos. No es a base de esfuerzos que obtendremos el amor, sino viviendo como pobres y desarmados y podremos ser invadidos del amor trinitario que es un amor recibido y acogido. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5:5).

Jean Lafrange: La oración del corazón