DOMINGO XXVII tiempo ordinario / A / 2023

Leer la Palabra de Dios

 

Leer la Hoja Dominical

 

 

 

 

Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.

 

Lectura Espiritual

LA  NEGACIÓN
Sin tocar fondo, nuestra vida es banal (Lc 22,60-62)

Aunque todos caigan por tu causa —afirma un Pedro bravucón— ¡yo no caeré jamás! Aunque tenga que morir contigo, no te negaré. Y el resto de los discípulos aseguraron lo mismo. Desconocían hasta dónde podía llegar su flaqueza. Tenían los ojos puestos en ellos mismos y en sus propias capacidades, no en Él y en su gracia —que es lo único que puede vencer la sombra—. Sin conocer la parte oscura del propio ser, es difícil que se llegue a la luminosa. Hay que atravesar los propios límites para conocer el poder de lo ilimitado.

 Horas después de su ingenua confesión de perpetua fidelidad, Pedro cede al sueño. Todavía más: cobarde hasta un punto vergonzoso, le niega en público por tres veces consecutivas. Probablemente, temía correr el mismo destino de aquel a quien había dicho que amaba. ¡No conozco a ese hombre!, grita. ¡No le conozco!, repite, con el corazón hecho trizas.

Es cierto que todavía no le conoce. Es cierto que todavía le falta purificarse para poder acceder a la iluminación. Lo que este grito pone a las claras es que a quien Pedro no conoce es a sí mismo. Desconocía el alcance de su debilidad. Le asusta verse así: tan desnudo, tan pobre, tan mezquino. ¿Este soy yo? Su espíritu es ardiente, pero su carne es débil.

Pedro nunca imaginó que se derrumbaría porque nunca imaginó que las circunstancias serían las que de hecho fueron: su maestro de vida se había convertido en portador de la muerte. Nada estaba saliendo, en verdad, conforme a lo previsto. El amigo genial resultaba que quizá no fuera tan genial, sino un auténtico peligro para su vida y la de su familia. Todo el amor que había sentido se deshinchó, todas las promesas con las que le había hecho soñar se desvanecieron en de pocos días. Pedro piensa que quizá también él ha podido ser víctima de un engaño o de una ilusión; y el miedo y la duda llamaron en su alma al embuste y a la cobardía.

En esta experiencia, Pedro toca fondo. Sin tocar fondo, nuestra vida es banal. Pero en el fondo está la verdad, en ese fondo nuestra vida empieza a ser veraz. La excesiva seguridad incapacita para ir al fondo de uno mismo, a ese fondo donde habita el espíritu. Ahí sólo se puede acceder descalzo, es decir, sin seguridad en uno mismo, sino sólo con la confianza en Dios.

Todo cambia desde el momento en que Pedro se sabe falible. Esa consciencia la provoca algo cotidiano y en apariencia insignificante: el canto de un gallo. El despertar puede producirlo cualquier mínimo suceso. El gallo canta y anuncia, que es hora de despertar. Y le hace recordar a Pedro lo que su maestro le había dicho. La conmoción es demasiado intensa y Pedro no puede con ella. Se le viene el mundo abajo y se echa a llorar.

Lloró amargamente, nos dice el evangelista. La amargura no es sólo por el pecado cometido, sino por la luz a la que se siente llamado. Lo que le hace llorar es el encuentro con la verdad. Las suyas no son sólo las lágrimas por haber traicionado a alguien, sino por haberse traicionado a sí mismo. Ése es el verdadero drama, y por eso lloramos cuando recibimos el don del encuentro con nuestra sombra. En la mística cristiana hay mucha literatura sobre el carácter purificador de las lágrimas. El llanto limpia la mirada y permite que nuestros ojos, casi siempre enturbiados por el mundo, y nuestro corazón, ofuscado por el ego, vean la luz.

Las lágrimas de Pedro son decisivas, puesto que le salvan de sí mismo. Le dejan desarmado, con el ego mordiendo el polvo. Y cuando muere el ego, nos abrimos al verdadero yo. Las lágrimas penitenciales lavan el alma del apóstol, le preparan para el apostolado, le permiten ver a su maestro en su verdadera dimensión, le dan el acceso a una forma de pensar y de sentir más profunda y ajustada. Porque llora abre una espita que le introduce en una nueva fuente de conocimiento. Quien llora se ha rendido, por fin. Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?, le había recriminado. ¿Qué tiene que sucedernos para que nos rindamos y tengamos fe?

Decir no al amor es negarse a la vida, es negar la vida. Nos duele haber dicho no a la vida. Porque se nos presentó una oportunidad, y otra, y otra, y volvimos a decir que no: ofuscados, obnubilados, egoístas, perezosos… ¿Qué hemos hecho con la vida que se nos ha regalado?, esa es una buena pregunta. ¡Cuántas ocasiones de amor desperdiciadas! Quizá ahora sea un buen momento para, como Pedro, llorar por nuestras repetidas negaciones.

Pablo d’Ors, Biografía de la Luz