Domingo IV de Pascua / B / 2018

 

Leer la Palabra de Dios

Leer la Hoja Dominical


Jornada Mundial de pregària per les vocacions

 

Lectura espiritual

 

¿Cómo será esto? (Lc 1,34

“Si tú no reapareces, también Dios estará triste”. María nos ayuda a repintar el icono de Dios, a hacer de él un Dios deseable, bello, atrayente.

Ante todo su Dios es el Dios de la alegría, que está en la primera palabra del ángel: chaîre, alégrate, María. Alegría es la primera palabra: goza, sé feliz, María.

Y no es un saludo respetuoso, sino una invitación, casi una orden, un imperativo: alégrate, exulta, goza. Sé feliz, María, Dios ha puesto su corazón en ti.

Palabras en las que vibran una nota, un perfume, un sabor bueno y raro que todos buscamos todos los días: la alegría. El ángel no dice: reza, arrodíllate, haz esto o aquello. Simplemente: ábrete a la alegría, como una puerta que se abre al sol.

Dios se acerca y trae una caricia, viene y da un abrazo, viene y trae una promesa de felicidad. Está autorizado a manifestarse porque su cercanía conforta la vida. Dios sigue seduciendo porque habla el lenguaje de la alegría.

Chaîre, sé feliz, es la alegre noticia que abre la alegre noticia, como una reduplicación de alegría del evangelio. María, creyente gozosa.

La alegría de María, se convierte en danza y canto en el Magnificat, hace que la fe sea lo que es: hospitalidad de un Dios enamorado en el que se puede confiar.

María recuerda a los lastrados por todo género de pesos y cargas, que la fe es confianza gozosa o no es fe. Tal vez sea más constitutivo de la fe la sonrisa gozosa de la doncella de Nazaret, que la impresionante seriedad de los antiguos profetas o el rudo Bautista.

María entra en escena como una profecía de felicidad para nuestra vida, como una consoladora bendición de esperanza que desciende sobre nuestro mal de vivir, sobre las soledades que padecemos, sobre las ternuras negadas y la violencia que nos acecha pero que no vencerá, porque la belleza es más fuerte que el dragón de la violencia (cf Ap 12,1-6).

El ángel asegura que hay una felicidad en el creer y un “placer” de creer. No es María la que es feliz, sino su fe. Lo confirma Isabel: “Dichosa tú que has creído” (Lc 1,45), y Jesús, cuando le dice a Tomás: “Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20,29).

En la fe aflora una bienaventuranza lista para florecer, arde un núcleo intacto de felicidad. Nuestro corazón está en casa junto a Uno cuyo nombre es alegría, libertad y plenitud.

La fe no supone sustracciones, sino una suma de lo humano. Cuanto más evangelio entra en mi vida, más vivo estoy. Más Dios equivale a más Dios.

Creer es adquirir la belleza del vivir, creer que es bello vivir, trabajar, pensar, crear, tener amigos, dar vida, ser sacerdote o religiosa. ¿Por qué? Porque todo tiene un sentido, este sentido es positivo, se inicia aquí y desemboca en la eternidad. Creer es una fiesta: el riesgo de ser felices.

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Ermes Ronchi: Las preguntas escuetas del Evangelio