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Domingo II del tiempo ordinario / C / 2019

 

Palabra de Dios

Leer la Hoja Dominical

 

 

 

 

 

Lectura espiritual

Una de las gracias más grandes que el hombre puede conseguir en este mundo es descubrir que, en el Nombre de Jesús, puede unificar toda su existencia, orar en cualquier circunstancia y vivir contento siempre. Esta experiencia de plenitud gozosa en Jesús es vivida a partir de la vida misma. Y el nombre de Jesús, portador de su presencia, es el instrumento mayor de esta unificación.

Para entender bien como esta actitud de oración continua es posible y realizable a partir de las mismas dificultades y de los gozos de la existencia, hay que meditar largamente los últimos consejos de Pablo a los Filipenses: “¡Alegraos siempre en el Señor; lo repito: alegraos!… el Señor está cerca. No os inquietéis por nada, sino manifestad a Dios en toda ocasión vuestras necesidades por medio de la oración y de la súplica, con acción de gracias. Y la paz de Dios que traspasa todo lo que podemos entender, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fl 4: 4-9).

El pensamiento de Pablo es claro: el Señor está cerca, está presente y viviente en nuestros corazones por el poder de su nombre. Cada vez que se presenta una necesidad, que surge una tentación o que una alegría nos ilumina el corazón, hay que volver a la oración y a la súplica para presentar nuestras peticiones a Dios. Y esta súplica ha de estar empapada de alabanza, de bendición, de acción de gracias; en una palabra, nuestra vida se ha de transformar en Eucaristía. Miremos desde más cerca esta actitud existencial que encontramos en los salmos.

A medida que el hombre avanza, más toma conciencia de sus limitaciones y se rodeado de las olas de la muerte; hay días que hace experiencia del sufrimiento y de la tentación: “Me rodea con sus brazos el Reino de la muerte, frente a mí tenía sus trampas” (Ps 18: 6).

Entonces necesita aprender a convertirse en el hijo que encuentra natural tener que recorrer constantemente a su padre con la audacia tranquila de la confianza total. Y esto ha de ser vivido, no de una manera intelectual, sino en lo más cotidiano de la vida ordinaria.

Como el salmista ha de adquirir un reflejo de recurso a Dios y aprender a gritar a su padre desde los abismos de su miseria: “Al verme en peligro, clamo al Señor, grito socorro a mi Dios, y desde su palacio escucha mi clamor, mi grito le llega al corazón” (Ps 18: 7).

No se trata de dar a Dios un nombre común ni en tercera persona del singular, sino que hemos de establecer un trato de primera a segunda persona: “Yo clamo a ti”. Pensad, por ejemplo, en Job, tomad todas las situaciones de la Escritura, en la vida de los santos y de los pecadores, marcadas por tensiones y conflictos: donde hay tensión trágica, conflicto, hay también siempre una experiencia personal de oración.

Entonces se puede dar a Dios un nombre propio: “Oh Tú, mi gozo”, “¡Oh Tú, mi dolor, plantado en el tuétano de mi vida como un tormento, como una pregunta, como una piedra de escándalo!” Cuando somos capaces de hablar a Dios con pasión, establecemos con él una relación de oración.

Jean Lafrange: La oración del corazón

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