Lectura Espiritual
Para dar cauce libre a nuestra oración, venzamos la resistencia a dejarnos envolver por este Amor singular. Busquemos ubicarnos en la conciencia de que Él nos ama a cada uno como si fuéramos el único de su Corazón… de manera que cuando oro debo convencerme que Dios me conoce a mí, y el Amor que me tiene es de tal magnitud y de tal ternura y de tal delicadeza que si en el mundo no existiéramos más que Él y yo, no me amaría más de lo que actualmente me ama… el amor que nos tuvo y nos tiene me espanta a mí y me desatina…
La oración es ejercicio de amor verdadero, no de amor supuesto o inseguro. Y el verdadero amor pide eso: la totalidad en la singularidad. Nadie, en el fondo, puede conformarse si no se le ama así, como único. Y pensamos nosotros a primera vista que eso es imposible para Dios. ¡Única, mi alma! ¿Pero cómo? ¡Si Él tiene millones y millones de seres espirituales a quien amar, en la tierra y en el cielo, de ahora y de todos los tiempos! Yo, perdido en esa multitud, ¿cómo me va a amar como si yo fuera su único?
Y más cuando comprobamos que ha habido tantas personas puras, generosas, santas, comprometidas. ¿Qué valgo yo, comparado con ellas? Y sin embargo, en mi relación con Él, debo mantener esta convicción: soy único para Dios, y todo su amor está sin límite y sin pausa volcado sobre mí. Si no fuera así, mi corazón no estaría satisfecho. No es jactancia, no es envidia; es una necesidad del amor. Para que nuestro corazón esté satisfecho necesitamos que Dios sea nuestro único y que cada uno sea único para Él.
Y esto se nos antoja imposible. Somos duros de cabeza y más duros aún de fe confiada. ¿Por qué? Porque medimos el Corazón divino con las medidas estrechas de nuestro pobre corazón. Dice santo Tomás de Aquino que ese es uno de los motivos por los que se yerra con mucha facilidad en las cosas espirituales, porque se intenta medir con moldes humanos aquello que supera toda medida. En nuestra oración, intentemos no empequeñecer el Amor divino. Lo heriríamos en lo que tiene de más sensible.
Es verdad que los corazones que conocemos ̶ empezando por el nuestro ̶ no pueden tener sino una sola persona amada, si de veras la ha de amar como única. Apenas, apenas nos alcanza el amor para un solo ser. Y pensamos que así es el Corazón de Dios, sin acordarnos que su Corazón es un corazón infinito… Ese es el prodigio del Amor divino, que deberíamos escribir siempre con A mayúscula.
Ricardo Sada; Consejos para la oración mental
Debe estar conectado para enviar un comentario.