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Lectura espiritualCuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino dentro de mí una pregunta angustiosa: “¿Podré seguir celebrando la eucaristía?”. Fue la misma pregunta que más tarde me hicieron los fieles. En cuanto me vieron, me preguntaron: “¿Ha podido celebrar la santa misa?”. En el momento en que vino a faltar todo, la eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. “El que come de este pan vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne. Yo lo doy para la vida del mundo” (Jn 6,51). ¡Cuántas veces me acordé de la frase de los mártires de Abitene (siglo IV), que decían: “Sine Dominico non possumus!”. (“¡No podemos vivir sin la celebración de la eucaristía!”). En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la eucaristía ha sido el secreto de la vida de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la esperanza. Eusebio de Cesarea recuerda que los cristianos no dejaban de celebrar la Eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: “Cada lugar donde se sufría era para nosotros un sitio para celebrar…, ya fuese un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión…”. El martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones clandestinas de la eucaristía en campos de concentración. ¿Por qué sin la eucaristía no podemos vivir la vida de Dios! […] Cuando me arrestaron, tuve que marcharme enseguida, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir a los míos para pedir lo más necesario: ropa, pasta de dientes… Les puse: “Por favor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago”. Los fieles entendieron enseguida. Me enviaron una botellita de vino de misa, con esta etiqueta: “Medicina contra el dolor de estómago”, y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad. La policía me preguntó: -¿Le duele el estómago? -Si. -Aquí tiene una medicina para usted. Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la misa. ¡Éste era mi altar y ésta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del cuerpo: “Medicina de la inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo”, como dice Ignacio de Antioquia. A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y lavarme en la cruz con Jesús, de beber con él el cáliz más amargo. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las misas más hermosas de mi vida! F. X. Nguyen Van Thuan |
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