El Concilio Tarraconense manifiesta el «carácter secular y plural de la sociedad catalana» y enseña: Sentimos el placer de anunciar el Evangelio del Reino de Dios, y lo vivimos en nuestra sociedad concreta, marcada por la secularización y el pluralismo [… que] implican una serie de consecuencias.
Entre las positivas se cuentan la ausencia de presión religiosa o irreligiosa por parte de los Estados, con un sentido de tolerancia generalizada, y con la convicción de que la Iglesia no debe dominar el mundo sino que hay que aportar las energías religiosas de la fe, de la esperanza y del amor, lo que significa, pero, pérdida de influencia social y de poder.
Entre las consecuencias negativas se cuentan la dificultad de especificar el rol público de la Iglesia en las sociedades modernas. […] Otras consecuencias negativas son la ignorancia y el indiferentismo religioso, que actúan como un elemento de erosión de la misma dimensión comunitaria de la fe (CPT 1).
Hoy, una de las cuestiones fundamentales que nos debemos plantear en nuestra Iglesia es la de hacer atractiva la fe. Hay, por tanto, un laborioso ejercicio de la inteligencia. Este es un verdadero trabajo «de Iglesia en salida», como explicita el papa Francisco, y de no quedarnos meramente a hacer lo que siempre se ha hecho, trabajando únicamente por el resto que se encuentra dentro de la Iglesia:
Salgamos, salgamos… Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada porque sale a la calle, antes de que una Iglesia enferma por el cierre y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades […]. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6,37) (EG 49).
Se trata de un trabajo constante y humilde, un trabajo que debe entenderse como una verdadera «preparación para el Evangelio». Lo importante es la «disposición para la esperanza», de preparar las mentes para que se abran y escuchen. De ahí que nuestro diálogo con el mundo implique una fuerte dosis de humildad, deba incidir fundamentalmente en la belleza y coherencia del mensaje propuesto, y que éste vaya acompañado del testimonio concreto de vida cristiana, es decir, de la santidad. Los cristianos sabemos que quien nos puede salvar no es «un dios», sino «el Dios hecho hombre», Jesucristo, Palabra nueva y Luz necesaria.
Pedimos que el Espíritu rejuvenezca nuestra Iglesia por medio del coraje de salir hacia los alejados y los que se muestran indiferentes a la fe cristiana, procurando hacer significativa y atractiva la convicción de fe que llevamos en el fondo del corazón.
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