Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
EL JUICIO (4)
Convertirse mansamente en el reo (Jn 38,33-38)
Para eso he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad, responde Jesús cuando es increpado. Nosotros, hijos de la Modernidad, no queremos ni oír hablar de la verdad, la excluimos de entrada; para nosotros todo son opiniones, no hay posibilidad de verdad. Pero, ¿qué sería del mundo si la verdad fuera imposible, como tantos otros sostienen? ¿podríamos entonces fiarnos de la justicia y confiar en sus representantes? ¿No podemos decir que hemos llegado a verdades universales e inmutables, como por ejemplo que matar a un semejante es malo? Porque, si cada uno pudiese pensar siempre lo que le viniera en gana, si cada generación pudiera contradecir las verdades de las que la precedieron con toda tranquilidad, ¿qué credibilidad tendría entonces el pensamiento? Y, lo que resulta decisivo: ¿podría ser estable la convivencia social? No soy el primero en subrayar cómo la pregunta de Pilato, formulada con un resabio de escepticismo, se nos aparece de repente como algo sumamente grave, de cuya respuesta va a depender la suerte de la humanidad.
Dar testimonio de la verdad significa que, por encima de lo que cada época pueda decir, podemos conocer la voluntad divina. Ya sólo decir esto provoca que muchos se lleven las manos a la cabeza, porque ¿no es una presunción creer que tenemos acceso nada menos que a la voluntad de Dios? ¿No comienzan así todos los fundamentalismos? La respuesta es no. Si Dios ha creado el mundo -como algunos creen-, su Huella debe estar de algún modo en este mundo y, en consecuencia, hemos de poder verla. Todos deben ser respetados, también los que no la ven; pero ¿debemos simplemente respetar la ignorancia o más bien tratar de ponerle remedio para que deje de ser tal?
Decir que Jesús es rey es tanto como creer que él es el criterio de la verdad, es creer que hay un camino para esa verdad (precisamente él) y que, por ello, la verdad es en cierto modo accesible. ¿Tu verdad?, ¿la mía? No, la Suya. Esto es lo que significa creer que Jesucristo sea rey, título que sólo aceptó cuando era imposible que su reinado fuera entendido en clave política o social. Esa verdad que es Él -ésta es la cuestión-, ¿te abre a los otros o te cierra? ¿Mantiene y aviva tu búsqueda o acaba con ella? Esta es la clave de la verdad: que te pone en clave de discípulo, no de maestro. La verdad te moviliza, no te paraliza, ése es el criterio para distinguirla. La verdad sin humildad es doctrina, porque verdad y humildad son lo mismo.
Jesús mantiene una actitud silenciosa y mansa. Jesús responde con un tú lo dices a la pregunta por su condición regia, pero guarda silencio ante la pregunta por la verdad. Esa pregunta no se responde con palabras, el silencio es la respuesta a esa pregunta. Claro que no se trata de asumir el rol de víctima, abortando cualquier rebelión legítima. La diferencia entre el reo y la víctima es que el primero mantiene la dignidad en medio de la humillación externa. Se trata de, en medio de un contexto que victimiza, no entrar en el juego del juicio y, desde luego, mantener la compostura y la entereza. Claro que una dignidad así no se improvisa. Supone un enorme dominio interior. Mantener el porte en una adversidad de tal calibre resalta el contraste entre la altura moral de ambos personajes, juez y reo. El juicio se retuerce hasta el punto de mostrar que Jesús es el verdadero ejemplar de la condición humana y Pilato, en cambio, sólo una lamentable caricatura.
Jesús acepta en público su condición regia sólo cuando la forma ha perdido su esplendor: es cuando emerge el fondo y la verdad. Jesús nunca ha sido tanto el Cristo como en ese momento. Está a punto de convertirse en Jesucristo. Esto es lo extraordinario: la dignidad humana afirmada por encima de cualquier apariencia. Más aún: sin apariencia alguna. Sólo la forma que se vacía por amor deja ver el fondo de lo que somos. Porque somos reyes y reinas, aunque a menudo, a juzgar por nuestro comportamiento, nadie lo diría.
La sociedad contemporánea, quizá como la de todos los tiempos, juzga a Dios. Pero en el evangelio Dios no juzga, sino más bien es el juzgado. Nuestra mente es el escenario de un juicio y de una condena permanentes. Al Dios interior que allí quiere emerger, volvemos a someterle una y otra vez a un juicio sumarísimo y a una táctica de condena. Dios, sin embargo, sigue acudiendo -manso y silencioso- a nuestro tribunal. Sigue sometiéndose a nuestro dictamen. Hasta que llegue el día en que, iluminados por este reo, no entremos más en esa sala penal. El día en que no actuemos como jueces ni como reos.
Biografía de la luz, Pablo d’Ors
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