Lectura espiritual
¿Con qué se salará? (Mt 5,13)
Vuestro mal es que no sabéis lo bellos que sois” (Fëdor Dostoievski). Que Dios es luz lo hemos oído y creemos en ello; pero oír y creer que también la persona humana es luz, que yo y tú también lo somos, con todos nuestros límites y nuestras sombras, es maravilloso.
Isaías sugiere un primer camino para que la lámpara ilumine la casa y la sal no pierda el sabor. Reparte tu pan, acoge en tu casa el extranjero, viste al desnudo, no apartes tus ojos de tu gente (Is 58,7-8).
Ilumina a otros y te iluminarás, cura a otros y te curarás. No te inclines sobre tus historias o sobre tus derrotas y tus victorias; ocúpate más bien de la tierra y de la ciudad.
Si apartas los ojos de los demás, no serás nunca un hombre y una mujer, un sacerdote, un obispo brillante. El que se mira solo a sí mismo no ilumina nunca.
Nadie es demasiado pequeño o demasiado grande para poderse eximir del empeño de transmitir el sabor y el esplendor de Dios. La mayoría de las veces, si somos personas logradas, lo hacemos incluso sin saberlo.
Es posible no experimentar nada de Dios y sin embargo difundirlo entre los otros sin darse cuenta. Dios actúa así. Puede que zozobremos en la duda, en la noche, y ser luz para alguien, con una palabra o un gesto que no sé de dónde vienen. Dios actúa así.
Ser luz o vela en el candelero no significa para nosotros hacernos ver, sino hacer ver.
El segundo camino para que no se pierdan ni la luz ni la sal nos lo indica san Pablo: “Nunca entre vosotros me precié de saber otra cosa que a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado” (1Cor 2,2). Núcleo incandescente de nuestra fe: saber a Cristo. “Saber” es mucho más que “conocer”: es tener el sabor de Cristo. Y sucede cuando Cristo, como sal, está disuelto dentro de mí; cuando como pan, penetra en todas las fibras de mi vida y se convierte en mis palabras, mis gestos y mi corazón.
“Yo quiero saber a Cristo crucificado”. Una persona no puede mirar al sol sin que su rostro se ilumine. Sí, hay rostros habitados por Dios, porque no nos exponemos día tras día a la mirada de la infinita ternura sin recibir de él alguna insólita belleza.
Son rostros que irradian luz sin saberlo: basta verlos. Es la elocuencia de los gestos, de la acogida, de las sonrisas, incluso la elocuencia de las lágrimas. Los miro y comprendo que Dios existe, que Dios es luz, y tu corazón te dirá que estás hecho para la luz.
Y por último el tercer camino de la luz. Dice Jesús: “Vosotros sois la luz”, no yo o tú, sino nosotros. Cuando un yo y un tú se encuentran, generando un nosotros, entonces nos volvemos luz en las fraternidades cálidas de nuestras asambleas y en la acogida del migrante desconocido.
Una parábola dice que cada persona viene al mundo con una pequeña llama en la frente, que solo se ve con el corazón. Cuando dos estrellas se funden y reavivan -cada una da y toma energía de la otra- como dos troncos de madera colocados en la chimenea. El encuentro engendra luz.
Nuestra luz vive de comunión, de encuentros, de compartición. No nos preocupemos de cuántos logramos iluminar. No importa ser visibles o relevantes, ser admirados o ignorados, sino ser guardianes de la luz, vivir encendidos.
Ermes Ronchi, Las preguntas escuetas del evangelio
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