Lectura espiritual
Cuando el hombre se acostumbra a recurrir a Dios en todas las cosas, ya sea para presentarle sus peticiones, ya sea para bendecirlo en la acción de gracias, entra en un estado de oración incesante.
Ha como liberado en él su corazón de oración y el mismo se sorprende de ver que esta oración surge de su interior espontáneamente. El corazón está penetrado de la luz divina del Espíritu.
No se trata de éxtasis ni de elevaciones -esto es para los principiantes- sino que el hombre ve la luz. Hay que entender que el término “visión” es también “calor”.
Alguna cosa parece elevarse de las profundidades del ser, una energía íntima o una fuente de luz radiante de su propio estallido, símbolo que intenta describir una comunión con la Fuente de luz que es Cristo resucitado o el Espíritu Santo.
Como los discípulos de Emaús, el hombre experimenta que su corazón está encendido del fuego del Espíritu. Y este fuego es también una dulzura inefable que impregna de oración incesante: “Haz penetrar la dulzura de tu Espíritu hasta el fondo de nuestro corazón” (Poscomunión de la Misa votiva del Espíritu Santo).
El hombre sabe entonces que no es simplemente un éxtasis sino el deseo de Dios, el deseo del Totalmente-Otro. A medida que Dios nos llena, lo descubrimos más allá. A medida que nos es conocido, lo descubrimos desconocido. Es un conocimiento por desconocimiento.
Es la clave de toda comunicación entre dos seres humanos: cuanto más conozco a mi amigo y más me llena su presencia, más lo descubro desconocido. Uno no puede decir nunca: “Ya lo he clasificado”; esto sería destruirlo.
Tal como dice el cardenal Daniélou en su libro sobre san Gregorio de Nisa. “el hombre espiritual se vuelve un universo en expansión”, cada vez más abierto a esta plenitud trinitaria y cada vez más unido a sus hermanos. Y su capacidad de acoger la vida trinitaria se ensancha a las dimensiones de esta luz infinita que se vuelve oscuridad, nube luminosa a causa incluso de su intensidad.
Es en este sentido que hay que revisar nuestra idea del cielo donde Dios será eternamente descubierto y contemplado y nunca se agotará.
Todavía hay que precisar que la vida eterna como también el infierno empiezan aquí abajo; es la presencia de Dios en el corazón del cristiano; es una dilatación.
Hay que tener una visión dinámica de la presencia de Dios en nosotros y de la eternidad. A medida que nos llena, tendemos todavía más hacia el objetivo, es el misterio de la comunión.
No es una fusión o, si hay fusión -como dice maestre Eckart-, “es una fusión sin confusión”. Como escribía san Gregorio de Nisa, esta eternidad ya presente es ir de inicio a inicio, pero inicios que no tendrán fin.
Jean Lafrange: La oración del corazón
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