Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
LA NUBE
Somos la meditación de Dios
Ante la partida de su maestro, los discípulos no se entristecen, sino que se quedan tan contentos. Para entender esta extraña alegría hay que saber que Jesús les dejó un don y una tarea. El don es el Espíritu. La tarea es ser testigos de todo lo que han visto y vivido. Aquella despedida, de todas formas, no fue como cualquier otra. La diferencia radica en que Jesús no se marchó sin más, sino que, mientras partía, levantó las manos y los bendijo. Se fue bendiciendo, entregando su energía y abriendo un camino hacia el cielo.
Desde sus manos hasta nosotros hay, pues, una estela invisible. Es por esa estela por la que transitan, desde entonces hasta hoy, todos los buscadores del espíritu. Es una senda que Él ha abierto con su vida y con su muerte para que la recorran todos los peregrinos. Es un camino de lo terrestre a lo celeste, por el que Él mismo nos ha precedido. Así que la senda entre Dios y la humanidad ha quedado abierta. Nadie podrá ya obstaculizar esta apertura.
Este último gesto de Jesús (sus manos extendidas, las mismas manos que poco antes había extendido sobre la cruz) es una hermosa síntesis de su vida. Pase lo que pase entre los hombres, las manos del Hijo siguen extendidas sobre nosotros. Su influjo benéfico permanece en medio del estruendo del mundo. No estamos dejados de la mano de Dios.
Luego, según dicen, vino una nube que envolvió la figura de Jesús y que le ocultó a ojos de sus discípulos. Era la misma nube luminosa y misteriosa de la transfiguración, la misma por medio de la cual Yahvé guio a su pueblo por el desierto en la Antigua Alianza. ¿Qué es una nube? La forma más inaprensible de las formas de lo natural. Lo que hay entre el cielo y la tierra. El seno del agua que da la vida. La nube nos dice que Jesús no se va, sino que se oculta. Nos dice que Jesús entra en el misterio de Dios, de donde ha venido y al que vuelve. Esa nube es, para nosotros, la nube del no saber, de la que tanto hablan algunos místicos cuando se refieren a Dios como la tiniebla luminosa. Para Él, en cambio, es la nube del retorno a la Patria, al Amor.
Padre Nuestro que estás en los cielos y que viajas en las nubes, rezo hoy. Porque si la idea del cielo me consuela, ésta del tránsito me consuela casi más: tomar el mismo medio de locomoción que Él, dejando tras de mí una senda abierta, para que puedan recorrerla otros. Viajar en una nube, ¿no es hermoso?
En el credo católico se dice que Jesús se ha ido para “sentarse” a la derecha del Padre. De manera que Él, ahora, en su trono divino, está sentado. Está en su hesychía, como dicen los griegos: en la suprema quietud y en una paz inmortal. El significado de la palabra griega Hesychía es quietud, pero hay filólogos que relacionan este término con ésthai: estar sentado. Sentado junto al Padre, quieto al fin tras la agitación del mundo, el Hijo del Hombre medita, es decir, está atento a nosotros. Desde ese asiento contempla amorosamente y -porque ésa es su misión- sigue redimiendo sus sombras. Cristo, junto al Padre, peregrina hacia el corazón de la criatura. Acompasa el latido de su ser al nuestro, para que al nuestro no le falte vida en medio de la confusión y del caos que todavía impera en la humanidad.
Nosotros podemos estar en nuestro aquí y en nuestro ahora porque él está en el suyo. Su estar sentado y en paz, su plenitud, es lo que posibilita que también nosotros podamos (a)sentarnos verdaderamente (en Él). Él es nuestro asiento, el ser de nuestro ser. Meditamos para sentarnos a su lado, en su trono. Pero no es un trono de olímpica indiferencia y superioridad, sino el trono del amor, es decir, de la atención suprema. Si Dios medita, si está atento a nosotros, es que no se ha ido a ninguna parte, sino que se queda entre nosotros como Señor de las partes: en ellas y por encima (y por debajo) de ellas. En Dios, donde Él está, puede verse todo. La cercanía de Dios da la visión del mundo más completa y exacta, nos llamamos a nosotros cuando creemos estar llamando a Dios.
Su irse es un venir (me voy y vuelvo a vuestro lado, Jn 14,28), es un respetuoso y exquisito modo de cercanía. Su presencia es tan sutil como sólo puede ser el verdadero amor. Por eso precisamente están tan alegres los discípulos ante la marcha de este Amigo: porque marchándose y quedándose al mismo tiempo es como invita a disolver esa tensión entre presencia y ausencia en la que siempre nos debatimos. Su ausencia es tan palpitante que se parece demasiado a la presencia. Basta que en esa ausencia se invoque su nombre para que la consciencia pueda experimentar y saber lo que es. Él, por su parte, siempre está diciendo nuestro nombre. ¿No es todo, absolutamente todo, un camino para escuchar su voz?
Pablo d’Ors, Biografía de la Luz
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