Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
El silencio
La amorosa contemplación de la tiniebla
Cuando se nos acaban las esperanzas, podemos llorar con amargura -como Pedro-, quitarnos de en medio -como Judas-, o desentendernos -como Pilato. Todas esas posibilidades están ahí: nos implicamos o nos escapamos, nos bañamos o guardamos la ropa. Per hay una más: también cabe esperar y sostenerse gracias a quién sabe qué fuerzas, confiar en medio de la noche. Esto es, precisamente, lo que celebramos el sábado santo, protagonizado por una mujer que, traspasada por la aflicción, se mantuvo al pie de la cruz y junto al sepulcro.
A María de Nazaret no sólo le habían quitado a su hijo, también le habían arrebatado su fe. Porque ella creía que su hijo era divino, tal como se le había anunciado. Sabía que, con todas las circunstancias que precedieron y siguieron a este hecho, el nacimiento de su niño había sido muy singular. Ahora, con su muerte, todo eso había quedado en suspenso y el fundamento de su vida se había resquebrajado. ¿Cómo viviría en adelante? Porque no es normal sobrevivir a quien engendramos. El dolor que se experimenta es tan grande que parece no dejar espacio para nada más. En María, sin embargo, milagrosamente, sí que cupo algo más: la fe, puesto que ella siguió creyendo -contra toda esperanza- en las alucinantes promesas de su hijo. Sufrió, sí, pero no claudicó ni siquiera cuando todas las pruebas le decían que debía desistir. La Dolorosa representa a la humanidad entera cuando pierde a Dios.
Poco antes de afrontar sus últimas horas, Jesús les había dicho a sus discípulos que no les dejaría huérfanos (Jn 14,18). Ninguno de ellos se acuerda ya de estas palabras, sólo María. Ella las ha guardado en su corazón de madre y, por eso, en esta hora amarga, no desespera. El dolor no se le ahorra, pero sí que se le ahorra la desesperación. Porque no se puede vivir en estado de gracia y estar desesperado al mismo tiempo. La clave es, pues, guardar palabras de vida en el corazón. Eso nos hace resistir -con dignidad- a la desgracia.
Al pie de la cruz está la madre y el hijo, es decir, el pasado y el futuro. Sólo con el pasado y el futuro, podemos sostenernos en el presente. Sin pasado ni futuro no hay presente. La solidaridad con quien fuimos y con quien seremos es la única fuerza para hacer frente a las amenazas del presente. Que al pie de esa cruz estén sólo estas dos figuras significa que, si no queremos sucumbir a la cruz que nos toque padecer, también nosotros hemos de dar entrada a nuestra madre interior y al discípulo amado que tenemos dentro. Sin ellos, no nos mantendremos al pie de nuestra cruz.
María es el arquetipo de la virginidad, es decir, de la pureza de corazón. Juan es el arquetipo del discipulado y de la amistad, es decir, de la intimidad con Cristo. Sólo con estos presupuestos deja la cruz de ser destructiva y se convierte en fuente de luz.
Este nuevo nacimiento de la luz es posible no sólo por Cristo, que se entrega a esa pérdida absoluta que es la muerte. También lo es por María, que abraza a su hijo difunto. Esta vida nueva, por tanto, la abren tanto Cristo como María: Cristo, por su parte, entregando su vida; María, por la suya, abrazando ese vacío y esa pérdida. Adán y Eva no aceptan la culpa y se rebelan contra ella; Cristo y María, en cambio, la toman consigo y la abrazan.
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Biografía de la luz, Pablo d’Ors
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