Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
LA PIEDRA (Jn 1,42)
Necesitamos un nombre para poder amar
Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: Tú, Simón, el hijo de Juan; “TE LLAMARÁS CEFAS, QUE QUIERE DECIR, PIEDRA.
Jesús llama a sus discípulos por su nombre, lo que es tanto como recordarles quienes son en realidad y abrir con ellos la posibilidad de una relación. Sin nombre no existe la relación, es decir, la posibilidad de amar. Sólo pueden amarse propiamente las personas, pues sólo ellas tienen consciencia y libertad. Para hacer la experiencia de dar y recibir libremente hace falta que haya personas, y el nombre es la condensación simbólica de la persona.
Según esto, que a Dios se le llame Dios, energía, universo o cualquier otro término más o menos indefinido no es irrelevante. Si a Dios se le niega el nombre (si decimos que da igual que le llamemos de una manera u otra), estamos imposibilitando la fe.
Dios comunicó a Israel su nombre -Yahvé-, si bien evitó las vocales, resultando Yhv. Opta por esto para poner a las claras que su cercanía no quitaba ni un ápice a su misterio. Jesús, por su parte, le llamó Padre. Ni él ni el pueblo judío escogieron estos nombres al azar. Estos nombres no se los inventaron, sino que les fueron dados: son fruto de una experiencia, de una revelación. Son los nombres que generan esas tradiciones que llamamos judaísmo y cristianismo. Una familia religiosa, al igual que una biológica, se constituye gracias a un determinado nombre, que es lo que otorga la identidad, es decir, lo que permite que se diferencie de las demás. Olvidarse que Dios se llama Dios es, por tanto, cultivar el agnosticismo. Tener para Él un nombre es abrir la posibilidad de conocerlo. Y sin su conocimiento no hay amor.
Jesús se permite recordarle a Simón que es el hijo de Juan, es decir, que está inserto en un grupo familiar. Él nunca debería entenderse aisladamente, sino formando parte de una larga estela o tradición. Simón debe recordar que no viene de la nada. Que tiene una genealogía y una historia, es decir, un pasado (es hijo de Juan) y un futuro (Cefas, que es el nombre que Jesús le va a dar). Ésta es la otra cara de la moneda: Cefas es su proyecto, su vocación, su tarea en este mundo. La cosa está clara, sin Juan no hay Cefas, sin pasado no hay futuro, sin tradición no hay camino espiritual. El presente es Simón, el pasado es Juan y el futuro es Cefas: esto es un ser humano. El presente es la confluencia del pasado y del futuro. Sin estas dimensiones temporales, no hay presente que valga, solo presentismo y vanidad.
Cefas significa piedra o, lo que es lo mismo, fundamento, solidez. Una relación debe establecerse sobre cimientos sólidos. Lo efímero y pasajero puede tener mucho encanto: somos ríos que pasan, nunca atravesamos el mismo río… Pero en el río no sólo hay agua, también hay tierra y piedras: hay cosas que duran, que pasan de época en época. El amor y la fe, esa relación entre dos personas o entre la persona y Dios, están llamados a esa estabilidad.
Un camino espiritual debe ser firme y estable, lo que no significa que no deba ser también dúctil y flexible. La impermanencia no es la única verdad. También es verdad que hay fidelidades para siempre. Para construir una casa o una relación de verdad necesitamos piedras. Definitivamente, no podemos construir sobre agua. El espíritu nos asienta, nos da estabilidad en medio de la permanente movilidad del mundo. El espíritu es quien nos dice que hay un centro en el que podemos estar y ser, aunque todo lo demás se mueva sin cesar a nuestro alrededor. Por eso el espíritu es quien nos da nuestro verdadero nombre, que nos impulsa hacia delante, sin dejarnos nunca donde estamos.
La consciencia del momento presente incluye siempre el futuro: hay un Cefas en todo Simón. Tener fe es creer que nuestro aquí y nuestro ahora son mucho más que lo que parecen.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz
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