Lectura espiritual
Y vosotros, ¿quién decís que soy? (Lc 9,20)
Pedro responde: tú eres el Mesías, el que hace viva la vida. Y Jesús “les ordenó que no se lo dijeran a nadie”. ¿Por qué? Porque todavía no habían oído, visto ni tocado lo decisivo.
¿Queréis saber algo de mí y al mismo tiempo de vosotros? Os daré una cita: un hombre crucificado. Uno que es puesto en lo alto. Antes aún, el jueves, la cita de Cristo será otra: uno que se abaja, se ciñe una toalla y se inclina para lavar los pies a sus discípulos.
¿Quién es Dios? El que me lava los pies, arrodillado ante mí, con sus manos en mis pies. También nosotros, como Pedro, podríamos decir: pero un mesías no puede actuar así, tú estás completamente loco.
Y él responde: soy como el esclavo que te espera y cuando vuelves te lava los pies. Tiene razón san Pablo: el cristianismo es escándalo y locura (cf 1Co 1,23).
Ahora comprendemos quién es Jesús: es beso para quien lo traiciona. No destroza a nadie, se destroza a sí mismo. No derrama la sangre de nadie, derrama su propia sangre. No sacrifica a nadie, se sacrifica a sí mismo.
¿Dónde está la salvación? Cuando yo lo traiciono y el me mira y me ama. Y me convierte de nuevo. De su herida abierta no salen rabia ni rencor; es abertura de la que salen sangre y agua (Jn 19,34). Sangre que es amor y agua que es inocencia. Y después, la cita de Pascua. Cuando nos atrapa a todos dentro de su resurgir, llevándonos a lo alto. Fuerza que no descansará hasta que alcance el último vástago de la creación.
“No digáis nada”. Una orden severa que llega hasta nosotros, que llega hasta nosotros, que alcanza a toda la Iglesia, porque a veces hemos predicado un rostro deformado de Dios y habría sido mejor que nos calláramos.
En la Iglesia han hablado muchas veces los que no han encontrado. ¿Cómo puedo yo acompañar a otros hacia Dios si no lo he encontrado?
Jesús pronuncia el nombre de cada uno, y las personas nos piden que les comuniquemos nuestra experiencia de Dios, nuestro sabor de Dios, nuestra sal, la experiencia diversa de la misma fe.
Entonces yo también doy mi respuesta, hago mi profesión de fe, repito las mejores expresiones que sé: tú eres lo más bello que me ha sucedido en la vida. Has venido y has hecho brillar mi vida (cf 2Tm 1,10).
“Eres para mí lo que la primavera a las flores, lo que el viento para el cometa”. “Eres mi cohermano, maestro y amigo; Cristo, mi dulce ruina, es imposible amarte impunemente” Mi dulce ruina, que arruinas mi vida mediocre, mi vuelo a ras de tierra, la falsa paz, la fe barata.
Es imposible amarte impunemente, sin pagar el precio en moneda de vida, de libertad, de justicia y de transformación. Es imposible amarte y no intentar asemejarme a ti al menos un poquito, cambiarme, transformado en ti como semilla en la floración.
“Yo no soy aún ni nunca Cristo, yo soy esta infinita posibilidad”. Soy la posibilidad infinita de ser como él. Cada uno un Cristo incipiente, un Cristo inicial e inacabado, apenas encarrilado por una fuerza ascensional que es infinita paciencia de volver a empezar.
Ermes Ronchi, Las preguntas escuetas del evangelio
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