Domingo XX tiempo ordinario / A / 2017

La Paraula de Déu

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Lectura espiritual

“¿Por qué sois tan miedosos? ¿Por qué no tenéis fe?” (Mc 4,35-41) 

A los discípulos les encanta el silencio repentino del viento y la bonanza de las olas. Pero Jesús los sacude: ¿dónde está vuestra fe? ¿Dónde está? ¿En los signos de la omnipotencia? ¿En un Dios que se muestra capaz de dominar las leyes de la naturaleza? ¿En el Dios omnipotente o en el Dios omniamante?

Es demasiado fácil creer ante el milagro que nos salva. “No, creer en Pascua no es fe auténtica: / ¡eres demasiado bello en Pascua! / Fe verdadera / es viernes santo” (David María Turoldo).

El término “omnipotente” repetido de modo insistente en la liturgia no aparece nunca en el evangelio y jamás en la boca de Jesús como atributo de Dios.

Jesús no es el relato de la omnipotencia sino de la ternura de Dios, de su combativa ternura. Dios es amor; no lo puede todo, solo puede lo que puede el amor.

El suyo no es el poder del cirujano que interviene y extirpa el mal, el poder de un ejército que destruye a los enemigos o de un volcán que cambia la geografía de una isla… Es el poder de una semilla, de un amante, de una madre junto al hijo enfermo, que no lo puede curar, pero está a su lado, y no se va; está allí, corazón con corazón, la fuerza, la seguridad y la presencia que no abandona.

Dios no es un “Omnipotente que ama” o el rey del poder absoluto que se digna amar: es un “Amor omnipotente”, que puede amar a sus criaturas hasta el extremo, hasta el fondo, sin límites, como nadie (cf Jn 15,13).El ama primero, ama perdiendo, ama sin esperar nada a cambio. Un Dios que solo puede lo que puede el amor.

No es un Dios omni-potente, según el lenguaje político o nuestros mitos humanos, que aniquila a los enemigos (en efecto, las tinieblas continúan y el mal sigue junto al bien…) sino un Dios omni-amante, que puede solo lo que puede el amor.

Don Cesare Sommariva dejó estas simples y grandes reglas: “no tener miedo, no dar miedo, librar del miedo…”; una misión eclesial, una pedagogía que deberíamos hacer nuestra, para toda la Iglesia.

No tener miedo. A menudo nosotros [tenemos diferentes caras], máscaras que nos dicen a nosotros mismos que no somos libres. Y no somos libres porque tenemos miedo. En primer lugar, miedo de los prejuicios, y vivimos como al margen, de reflejo, del eco de lo que los demás dicen de nosotros.

Una brevísima parábola: nosotros vamos por la vida como dos perritos sujetos por una correa. Uno es el miedo y el otro es la fe. El perro al que das de comer demasiado se hace cada vez más grande y fuerte, tirando cada vez más de ti. El otro cachorrillo se queda pequeño. Si fomento el miedo, si le hago caso, si le presto atención, si le doy la razón y lo alimento, seguirá creciendo. En cambio, si cultivo y protejo, alimento y cuido la fe y la esperanza, estas se harán cada vez más grandes.

No dar miedo. Durante mucho tiempo la Iglesia ha transmitido una fe amasada de miedo, que giraba en torno al paradigma culpa/castigo, en lugar del paradigma florecimiento y plenitud.

El miedo nació en Adán porque no supo ni siquiera imaginar la misericordia, y su fruto, que es la alegría: del cielo, del pastor, del padre bueno, de la mujer que encuentra la moneda. El miedo, por el contario, produce un cristianismo triste, un Dios sin alegría.

Librar del miedo. Significa trabajar activamente para eliminar este envoltorio de miedo depositado en el corazón de tantas personas, el miedo del otro, y pasar de la hostilidad a la hospitalidad.

Ermes Ronchi, Las preguntas escuetas del evangelio