Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
EL AYUNO (Mt 9,14-15; Mc 7,15-16)
Callar es un acto de respeto a la realidad
En el camino espiritual hay tiempos para el ayuno y para la fiesta: tiempos para la purificación -que son los de meditar y ayunar-, y tiempos para la iluminación -que son los de festejar y disfrutar-. Ahora bien, el ayuno está en función de la fiesta, no al revés. El ayuno tiene sentido si luego hay fiesta. Ayunar es necesario para celebrar bien. Y si no celebramos bien es porque no vivimos bien. El ayuno es un trabajo espiritual que prepara la irrupción y la consciencia del espíritu.
La vida es un auténtico banquete de oportunidades que, por desgracia, pasa inadvertido para muchos. ¿Por qué? Porque no han ayunado, porque no se han preparado para la fiesta. Porque viven en su agujero, no en la realidad.
El verdadero problema religioso es el disfrute. ¿Cómo disfrutar bien, es decir, sin culpa ni reservas de ningún género? Una religión es auténtica si ayuda a disfrutar de la vida. Sólo disfrutándola podemos agradecerla. Y la gratitud -reconocer con alegría lo vivido- es decididamente el culto que Dios quiere. Cuando el cuerpo disfruta, la mente está muy lejos y el espíritu, en cambio, muy cerca. Disfrutar es, al fin y al cabo, olvidarse gozosamente de uno mismo y hacerse uno con el mundo.
Para entender la cuestión del ayuno, recordemos tal y como Jesús lo plantea. Lo que contamina al hombre no es lo que entra en su boca sino lo que sale de ella. Nos exhorta a que se mantenga la boca cerrada, pues es de ahí -según él- de donde sale toda impureza. El problema nunca está fuera -nos advierte-, sino dentro. Por activa y por pasiva, Jesús proclama sin cesar una religión de la interioridad, es decir, una espiritualidad. Los ritos, gestos, palabras que conforman toda religión, deberían estar siempre en función del alimento del alma.
El problema está en lo que sale de la boca. Es de eso de lo que nos hemos de purificar. ¡Un ayuno de palabras! Hablar sólo lo necesario. Callar es importante para dar tiempo a la realidad a que se manifieste, para no condicionarla, para no abortarla. Quien habla mucho no tiene tiempo de escuchar a Dios. Sin silencio no hay vida interior. Callar es un acto de respeto (como ejemplo, el silencio de un tanatorio) a quién tenía vida. ¡Más respeto deberíamos tener ante el que tiene vida!
En boca cerrada no entrará el Señor de las Moscas, que es el Maligno. Pero callarse -esa estrategia frente al mal- no es sólo cuestión de tener los labios cerrados, sino de tener pocas palabras en la mente, porque si tienes muchas, antes o después saldrán.
Cuando oréis -nos dice Jesús- no utilicéis muchas palabras. No seáis como los paganos que se creen que por mucho hablar van a tener a Dios contento. El primer mandamiento de todo buscador espiritual debería ser no profanar la realidad con palabras, no abaratarla. Permitir que se exprese, antes de sellarla con el lenguaje, que suele encasillar. Callarse es una señal de rendición ante lo que quiere manifestarse. Un gesto de humildad frente a la verdad. Un homenaje a lo Real.
Para Jesús, en el camino espiritual el conflicto reside en las palabras. Que son el cuerpo del pensamiento. El problema, por tanto, es la mente. Cerrar la boca es, al fin y al cabo, tan sólo el primer paso para cerrar la mente y dejarla descansar. Éste es el campo en el que todo caminante espiritual debe trabajar: el ayuno de la mente y el corazón, de los pensamientos y las emociones. Son los pensamientos desordenados y oscuros, así como de las emociones tóxicas e incontroladas, las que destruyen nuestro cuerpo e impiden entrar en comunión con el mundo.
Evidentemente, no todas las palabras son perniciosas. Pero, la tristeza de ánimo depende sobre todo de las palabras inútiles. Pero junto a las palabras mentales están las espirituales, que son las que alimentan el alma, palabras que nacen del silencio y abocan a un silencio mayor. Te quiero. Gracias. Perdón.
Callar no es un acto de desprecio a la palabra, todo lo contrario: sólo callando -y abriendo la boca únicamente cuando procede- aprendemos el verdadero valor de la palabra. Revisa las palabras que tienes dentro. Comprueba si te limpian o te ensucian, si te elevan o te abajan. Purifica tus palabras enfermas o equivocadas con una jaculatoria. Testa las palabras conforme te vayan llegando, quédate con las buenas y desecha las malas. Busca la palabra que eres y descubre que esa palabra es.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz
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