Ser como niños (2)
La simplicidad es el criterio
En aquel momento, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: ¿Quién es el más grande en el Reino de Dios? EL LLAMÓ A UN NIÑO, LO COLOCÓ EN MEDIO de ellos y dijo: Os aseguro que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos. (Mt 18,1-3)
La risa merece un comentario más detallado, puesto que reír es el inicio, cuando no la cima de la liberación. Saber reírse, carcajearse, es algo raro entre los mayores: supone soltar el cuerpo, abandonarse, olvidarse de la propia imagen. Reírse es una forma muy hermosa y efectiva de fundirse con lo que hay, de participar de la fiesta de la vida, que suele ser intensa y variopinta, lo que pide de nosotros respuestas viscerales. Sin embargo, sea por convenciones sociales o por timidez (que no es sino otra de las muchas manifestaciones del ego),nos resistimos a responder de forma espontanea o natural.
La risa es particularmente útil porque nos libera de nuestro principal apego: nuestra imagen. La risa de los adultos, por otra parte, rara vez es fresca y espontanea; suele ser más bien una risa sarcástica o resabida, a menudo artificial, o meramente irónica, es decir, intelectual. Los niños ríen con facilidad, no hay día en que un niño no ría. No reírse es una dificultad seria para ser meditador.
Tener un niño en casa, escucharle, jugar con él, entrar en su lógica, iniciarle a la vida y dejarnos iniciar por él es, por todo lo dicho, una de las mejores escuelas de espiritualidad. Sólo así se descubre que todos tenemos dentro, a mayor o menor profundidad, el niño que un día fuimos. Ese niño tenía sus temores y pesadillas (no se trata de idealizar la infancia), pero vivía en medio de una confianza básica y sustancial. El impulso de apropiación y de autoafirmación ya está latente en el niño -aun en los más pequeños-, pero el germen de la frustración y de la sospecha no ha prosperado todavía. O no al menos del todo. Ese niño interior -confiado e inocente- es el que resucita, casi milagrosamente cuando nos sentamos a adorar.
No impidas que tu niño se acerque a ti. Ponlo en el centro, como hizo Jesús con los niños que le presentaron, creando con ellos y con el Reino una expresiva relación a tres bandas. Date cuenta de que el lugar natural del niño es precisamente el centro. Mira bien que el niño no tiene planes, más allá de lo inmediato. Mira que su fragilidad (y nada hay tan frágil como un niño) es vivida sin temor. No se trata de ser ese niño que fuiste, sino de serlo después de haber dejado atrás esa etapa. La vida espiritual no invita a una ingenuidad infantil, sino consciente. No a un candor ignorante, sino sabio. Te invita a una inocencia desde la experiencia. Y eso ¿en qué consiste? En ver el bien del mundo y en permanecer lo más posible en esa mirada. En trabajar con la disposición del juego. En orar con la disposición del descanso. En escuchar con la disposición del asombro. En volver al cuerpo, que es primordial. En contactar am menudo con los animales y con la naturaleza, pues son nuestro reflejo. Ser como niños supone hacerlo todo despacio.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz
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