Lectura Espiritual
No es irrelevante que los Santos Padres hayan descrito bajo formas concretas -a veces corpóreas-, las cosas del Espíritu. San Benito dice que el hombre debe orar ut mens concordet voci (“de modo que la mente concuerde con la voz”). Es, pues, la mente la que debe concordar con la voz, y no al revés. Las primeras lecciones de san Basilio a sus monjes consistían en enseñarles a caminar, a sentarse, y cosas parecidas, de forma correcta. Solo después pasaba a las lecciones espirituales. En la actual Iglesia ortodoxa ( y en la Iglesia católica oriental) se sigue recordando la importancia del cuerpo. Hay varios tipos de inclinaciones y reverencias, de manera de sentarse, diversas formas de santiguarse, un especial ritmo de vida, determinadas maneras de caminar, una peculiar calma y concentración en cada gesto, la veneración de las sagradas reliquias… todo ello reviste una extraordinaria importancia. A una con el Espíritu, descubren también el cuerpo. Por eso es para nosotros tan importante María, pues sin ella no se habría dado, en definitiva, la Encarnación del Verbo: la Madre de Dios es el cuerpo de Cristo. (Nosotros somos el cuerpo de Cristo). Ella es el calor y el alma del mundo.
La riqueza de nuestra corporeidad se da tan solo cuando está permeada por el espíritu, y el despliegue del espíritu, aparece cuando es uno con él. Hallaremos nuestro equilibrio emocional, y lo podremos transmitir sanamente; el espíritu enriquece al cuerpo y la corporeidad puede a su vez convertirse en fuente de enriquecimiento para el espíritu.
“La disposición afectiva fundamental del hombre depende también de esta unidad de alma y cuerpo, así como del hecho de que acepte a la vez su ser cuerpo y su ser espíritu; de que someta el cuerpo a la disciplina del espíritu, pero sin aislar la razón o la voluntad sino que, aceptando de Dios su propio ser, reconozca y viva también la corporeidad de su existencia como riqueza para el espíritu” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret). Es oportuno, por tanto, que en determinados momentos demos una fuerza mayor a nuestra oración a través de posiciones corporales. Ponernos de rodillas, por ejemplo, nos recordará nuestra indigencia y la verdad de ser absolutamente deudores indignos. Pero también dará una intensidad mayor a nuestra plegaria, pues en esa posición -incómoda de suyo- no podremos estar de manera excesivamente prolongada. Cerrar los ojos vendrá a potenciar el recogimiento. Unir las manos frente al pecho, taparnos la cara o extender los brazos vendrá a intensificar y a integrar aquello que deseamos expresar a Dios en el corazón.
Por otra parte, la oración no se ha de convertir en una penitencia corporal, algo así como una prueba de resistencia física. La mejor manera de orar -porque es la que nos permite encuentros más prolongados-, es la de permanecer correctamente sentados, con un ritmo respiratorio pausado y sereno, en una banca que no resulte demasiado mullida -lo que propiciaría un adormilamiento o una situación de dejadez-, ni demasiado incómoda, lo que llevaría a volver una vez y otra a recordar lo dificultoso de la postura.
El cuerpo tiene la gran ventaja de anclarnos en el lugar y en el instante presente. Hay en él una humilde sabiduría a la cual el espíritu debe someterse. No podemos encontrarnos con Dios más que en el instante presente y en el lugar físico donde nos ubicamos. El cuerpo ayuda a evitar quimeras y ensoñaciones, haciendo que nos arraiguemos en el aquí y ahora donde Dios podrá manifestarse. Si tantas malas jugadas le ha hecho el cuerpo al alma, se trata de que ahora ayude al alma a lograr que juntos, en la unidad sustancial de la persona, vayan a su Creador.
Ricardo Sada; Consejos para la oración mental
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