Lectura Espiritual
“Las distracciones, la atonía general, el malestar físico o simplemente la permanencia a ras de tierra nos llevaron a esa “oración de la estupidez”.
¿Cuál es el remedio? No volverse a la meditación discursiva, sino volverse a Dios de todo corazón, abandonándose a Él. Dios está intentando desatarnos de nuestros lazos. Si notamos que nuestra oración es un fracaso, evitemos la tentación de abandonarla. Si no ha habido un motivo claro de nuestra parte para que eso ocurra, no hemos de aceptar ningún argumento que nos impida continuar en lo que parece una actividad inútil. Acabaremos un día por advertir cuán valiosos fueron, y cuán grandes efectos produjeron, a pesar de su aparente futilidad, esos ratos llenos de atonía.
Hemos incluso de estar contentos en tal situación. Es una fase más afectiva y devota que racional, y podemos sustituir las distracciones con afectos piadosos, sin violentos esfuerzos, aunque tampoco parezca que reacciona la afectividad. A esto se puede añadir actos de adoración, aceptando voluntariamente nuestra indigencia. Aunque no logremos más que esto en nuestro tiempo de oración, debemos estar satisfechos. En el estado que estamos es poco más de lo que podemos hacer.
La oración de la estupidez corresponde al ejemplo de san Francisco de Sales: el músico sordo. Desarrolla así su parábola:
“Uno de los músicos más excelentes del mundo, que tocaba el laúd a la perfección, perdió por completo su sentido del oído y se quedó totalmente sordo en breve espacio de tiempo. Pero, aún con todo, continuó cantando y tocando su laúd con mayor sensibilidad y más belleza, porque estaba muy acostumbrado a él; no dañando en nada su sordera a su destreza. Pero la suavidad y belleza de su canción y el sonido de su laúd ya no llegaba a él y no le proporcionaba así ningún gozo. Pero él siguió cantando y tocando para dar gusto al príncipe del que era súbdito. Pero deseaba agradarlo y le estaba muy agradecido por haberle ayudado desde su juventud. Por lo cual sentía placer incomparable en poder alegrarlo, y cuando el príncipe manifestó que le gustaban mucho sus canciones, casi enloqueció de alegría.
Pero, a veces, para comprobar el amor de su querido músico, el príncipe le ordenaba que cantara y luego se iba de caza y dejaba el cantor solo en su habitación. Pero él se acostumbró de tal manera a los deseos de su dueño, que cantaba con el mismo esmero que si estuviera el príncipe presente. A pesar de que no le proporcionaba ningún placer; pues al quedar sordo perdió la belleza de la melodía, y como el príncipe estaba ausente y, por tanto, lejos del alcance de su dulce canto, tampoco sentía el gozo de ver cómo se alegraba con él.”
El Espíritu Santo está entonces dentro de ese músico sordo “prestando ayuda a nuestra flaqueza… y es por lo que el mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos inenarrables”. Ese fracaso es una bendición, y el mismo Espíritu está rezando, está amando, está adorando en nuestro nombre. En nuestra aridez podemos decir con certeza que “estamos salvados por la esperanza”. Y al confiar que se nos da lo que no experimentamos, nos ejercitamos en la paciencia, lo cual constituye una obra perfecta. Así, pues, es el Espíritu quien viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos ni siquiera qué decir, y es Él quien se expresa por nosotros. Se da entonces una verdadera vida de oración… aunque nos sintamos estúpidos.
Ricardo Sada
Consejos para la oración mental
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