Lectura espiritual
San Pablo invita al cristiano a suplicar a Dios en toda necesidad, pero le pide que su oración esté saturada de acción de gracias, y la razón de esta alabanza es que el Señor está cerca: “No os inquietéis por nada, más bien manifestad a Dios en toda ocasión vuestras necesidades por medio de la oración y la súplica, con acción de gracias” (Fl 4:6). Es importante hacer notar la primera expresión de Pablo: “No os inquietéis por nada”; en otras palabras: “¡no hagáis caldo de cultivo de vuestras preocupaciones!”.
Aquí descubrimos la fuente de la oración de alabanza en aquel que ve la presencia del Resucitado en todas las cosas. En el fondo, es la fe y la confianza las que le llevan a bendecir a Dios.
Mientras contamos con nosotros, con nuestras propias fuerzas, nuestros méritos, nuestras virtudes o nuestro ambiente, nos sentimos inquietos e indecisos. Pero el día en que solo nos fijamos en Jesucristo, nuestro centro de gravedad cae en el Padre y exultamos de gozo porque recibimos cada instante de nuestra vida como un don de la ternura de Dios.
La confianza es la preferencia permanente que damos a otra luz que no es la nuestra. Lo importante en la fe es la docilidad inexpresable de la adhesión a la Palabra de Dios. El movimiento de la fe se ha de cumplir en todo momento en nuestro corazón: hay que renunciar a comprender a todos los niveles, para comprender según una luz que Dios nos dará.
Es muy difícil, pero esto nos abre las puertas de Paraíso. Volvamos a leer en la epístola a los Hebreos el elogio de los testimonios de la fe: “Con la mirada fija en el que ha instituido nuestra fe y la lleva a término, Jesús” (He 12:2).
Así pues, la fe supone la humildad ya que los actos de confianza son el privilegio de los humildes. Nosotros medimos nuestra humildad por nuestra confianza porque para tener confianza no hay que mirarse más, sino mirar solo a Dios y a lo que él quiere hacer. La dificultad de la fe es la misma que la de la humildad: hay que dar siempre la preferencia al pensamiento de Dios y no al nuestro.
Antes dijimos que la verdadera naturaleza del hombre es la adoración y la alabanza; aquí podemos decir que la adoración es imposible a los orgullosos y a aquellos que cuentan únicamente consigo mismos: es el privilegio de los humildes. Todo se mantiene por la vida de oración: la adoración supone la confianza y esta es imposible sin la humildad.
Es muy difícil hablar de la humildad porque es una virtud mal entendida, no se comprende y secretamente no se quiere comprender. La humildad no es descontentamiento de uno mismo, ni tan solo el reconocimiento de nuestra miseria o nuestro pecado, ni tampoco un sentimiento de nuestra pequeñez.
La humildad supone que, en el fondo, uno mire a Dios antes de mirarse a sí mismo y mire el abismo que separa el finito del infinito. Cuanto más uno vea esto (más bien dicho, cuanto más acepte de verlo), más humilde se vuelve.
Jean Lafrange: La oración del corazón
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