XXV Domingo tiempo ordinio / B / 2021

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Lectura espiritual

LA FELICIDAD (2). Etapas del camino espiritual

BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU, porque de ellos es el Reino de los cielos. (Mt 5,3)

Tras llamar a sus discípulos, Jesús sube con ellos a una montaña. Lleva ya algún tiempo como profeta y curandero, pero él se sabe también maestro y, como tal, necesita y quiere ofrecer sus enseñanzas.Como un nuevo Moisés, Jesús comienza entonces a pronunciar el llamado Sermón del Monte, que es algo así como su autorretrato: una detallada descripción de las distintas etapas de su propio camino espiritual (pobreza, llanto, mansedumbre, justicia, misericordia, pureza, paz, persecución, alegría). Las bienaventuranzas son también, por extensión, una descripción d sus discípulos y seguidores. Porque ellos son, al fin y al cabo -o al menos deberían ser-, los mansos, los puros, los alegres, los pacíficos… ellos son los

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Es necesario llorar por todo lo que nos hace sufrir y por todo lo que hacemos sufrir a los demás. Por las injusticias, pérdidas y enfermedades que padecemos, pero también por nuestros errores, nuestra cerrazón y nuestro egoísmo estructural. Por el horror y la banalidad que sembramos sin darnos cuenta.

Llorar nos purga, nos redime, nos sitúa en una visión certera. Llorar forma parte del proceso de clarividencia, puesto que supone sacar las penas fuera, impidiendo que permanezcan dentro y que nos amarguen o envilezcan. Llorar es dar cuerpo físico a una tristeza, permitiendo que el alma drene. Desatamos así el nudo con que el sufrimiento suele amarrarnos el corazón, dejándolo amordazado y entumecido.

Es triste llorar por lo sufrido, pero más triste es no llorar en absoluto, pues eso significa que no se ha amado. Quién llora expresa desesperadamente su amor: su amor a la vida, a sí mismo, al ser que ha partido, a la luz ensombrecida por la adversidad… Quien llora, suelta su dolor, y es así como se consuela. Lo deja ir. Permite que fluya y que no se estanque.

No podemos tomar conciencia de lo que hay y no llorar. Pero llorar no es, desde luego, lloriquear o quejarse lastimeramente, sino descubrir que formamos parte de ese cuerpo doliente que es la historia.

Quien está despierto llora, descubre que en el fondo de cada llanto resuenan todos los llantos de la humanidad. Éste es el punto, ésta es la consolación. Darse cuenta de que en la herida propia resuena la del mundo nos saca del pozo del propio dolor abriendo una ventana a la compasión.

Por eso, quien no llora es simplemente un egoísta que no quiere compartir su pena. Es un soberbio que no quiere que se sepa que está en el mismo barco que los demás. Quien no llora no armoniza lo de dentro con lo de fuera, sino que ensancha el abismo de separación.

Llorar es comulgar sensible y dolorosamente con el mundo. Nunca podremos sentirnos verdaderamente acompañados si encapsulamos nuestro dolor y no consentimos que se exprese.

(Inspirado en el libro: Biografía de la luz, de Pablo d’Ors)