Domingo XXXII del tiempo ordinario / C / 2019

Leer la Palabra de Dios

Leer la Hoja Dominical

 

 

Lectura Espiritual

La relación del cristiano con Dios, la seguridad de la con-versación, se basa en la proximidad, en la cercanía; cercanía mía con Él, cercanía de Él conmigo. Pero ha de ser una cercanía abierta porque, hagámoslo notar, hay también una cercanía cerrada.

Si quiero acercarme a un hombre, puedo ir a la ciudad donde vive, a la casa en que habita, sentarme a su lado. Entonces estoy junto a él. Pero si él pone su atención en otra parte o no tiene confianza en mí, en este caso, a pesar de toda la cercanía espacial, se encuentra tan lejos que yo no puedo llegar a él. Es una cercanía cerrada. Sería abierta si se fijara en mí, si se dirigiera a mí, si sintiera por mí simpatía, confianza, amor… En ese caso la cercanía sería abierta. Si él está cerrado, no hay nada que hacer; volveríamos a nuestra casa habiendo perdido el tiempo y la autoestima.

Por parte de Jesús, la cercanía está siempre abierta. Él dijo: Permaneced en Mí, como Yo en vosotros. Da por supuesta la segunda parte, y nos invita a la primera. Hace falta que sea yo quien mantenga la apertura de esa cercanía, evitando cualquier forma de cerrazón. Que me dé cuenta que se dirige a mí, que me mira con agrado y confianza. Que yo le pueda contestar. Entonces, si me abro a Él íntimamente, hay cercanía efectiva.

Es verdad que Dios está siempre cerca del hombre, de cualquier hombre. Y nosotros, al orar, confiamos, creemos y confesamos que es así. En derredor de Jesús, el Padre estaba cerca. Para Él, el Padre estaba abierto enteramente, en infinito Amor, era y es uno enteramente con Él. Hemos podido escuchar las palabras de tierna intimidad entre ellos que nos hablan de esa absoluta cercanía. Así, en torno a Jesús estaba el cielo, la cercanía abierta del Padre. Y Jesús nos ha traído esa cercanía. Sabemos que en Jesús nos ama el Padre. Creemos que la gracia de su amor es para con nosotros; que sus ojos nos miran, que su corazón se inclina para cubrirnos, que su mano nos guía. Creemos que el cielo está en derredor nuestro.

Tristemente, muchas veces y de muchos modos, la cercanía está aún cerrada, pero por parte de nosotros. Por lo que somos, por la gravedad o pesadez de nuestro ser irredento, por la pereza e inercia de nuestro corazón, por la dispersión de nuestro espíritu. El cielo se daría enteramente si, prescindiendo de nuestro egoísmo, de nuestros monólogos cerrados, encontráramos que la apertura de Dios interactúa en nuestra apertura. La tradición cristiana de todas las épocas invita a experimentarlo. Al fin y al cabo, se trata de un real y verdadero interlocutor.

El éxito de la oración depende muchas veces del cuidado puesto en considerar al Interlocutor como presente y viviente y no como un ser alejado y pasivo, es decir, como un ser abstracto. Hay que convencerse firmemente que Dios no quiere ni exige para esta conversación que se va a tener con Él otra cosa que la buena voluntad. El alma que, asediada por las distracciones acude todos los días paciente y filialmente a su divino Interlocutor, hace una excelente oración. Dios suple todo lo demás.

Ricardo Sada; Consejos para la oración mental