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Domingo XI tiempo ordinario / B / 2018

 

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Lectura espiritual

Al iniciar estas páginas, querría hacer una pregunta al lector: “¿Has sorprendido ya a tu corazón en flagrante delito de oración?” Es una experiencia muy concreta la que evoco.

Seguramente todos nosotros la hemos hecho en un momento u otro de nuestra vida, ya sea cuando nos hemos encontrado con un verdadero hombre (o mujer) de oración, ya sea al leer un libro que, de golpe, nos sumerge en el misterio de la relación del hombre con Dios.

Los escritos del monje Silvano me causan esta impresión, no los puedo leer sin que inmediatamente me sienta poseído por la oración que ya no me deja.

Una madre de familia me confesaba un día que se sentía poseída por unas “olas de oración” mientras hacía la limpieza de la casa, aunque su oración era seca y ardua.

Cuando hacemos esa experiencia, la palabra que se nos presenta espontáneamente a nuestra conciencia es la de los peregrinos de Emaús: “¿No es verdad que nuestro corazón ardía, cuando nos hablaba por el camino y nos habría el sentido de las escrituras?” (Lc 24,32).

¿Qué pasa entonces? No hay psicología humana que sea capaz de decirlo. En nuestra vida hay momentos que presentimos el Reino de los cielos, que la puerta de nuestro corazón se abre y deja brotar la oración.

Imaginaros un hombre que hubiera vivido una experiencia de amistad hasta los veinte años, que no hubiera vuelto a ver a su amigo y que, de repente, en el espacio de un segundo, viera surgir el rostro de su amigo -una especie de cosa huidiza, secreta, pero también muy fuerte-. Es la experiencia de quien se aproxima al mar: el aire no es el mismo, está saturado de yodo. Es el viento del cielo, el soplo del Espíritu Santo.

Todos lo hemos sentido pasar algún día: solo esto nos puede atraer hacia Dios y darnos el gusto y el deseo de rezar. No se entra en la vida de oración porque se está convencido que se es más perfecto, sino porque no se puede hacer otra cosa.

Imaginaros san Pablo después de la experiencia del camino de Damasco. Su problema ya no era el de saber cómo encontraría Dios sino cómo lo soportaría el día de su visita: ya no se trataba de buscarlo sino de dejarse buscar y encontrar por él.

Entonces comprendió lo ridículos que eran sus deseos ante la realidad del rostro del Resucitado.

Jean Lafrange: La oración del corazón

 

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