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Domingo VII del tiempo ordinario / C / 2019

Palabra de Dios

Leer la Hoja Dominical

 

Lectura espiritual

La oración del corazón espontanea e ininterrumpida no es más que este “comprender” la dulzura del espíritu en lo más íntimo del corazón.

Según una hermosa expresión de Tomás de Celano a propósito de san Francisco de Asís, el hombre así transformado por el Espíritu se ha transformado en “oración viviente”. La oración se des intelectualiza para identificarse con todo nuestro ser, incluso con el físico. Es suficiente haberse encontrado alguna vez con uno de estos rostros de monge o de monja pastado totalmente de oración, para comprender que ésta puede hacerse cuerpo en nuestro ser.

A veces la gente piensa que orar siempre es un asunto complicado y fatigante; para ellos la oración se superpone a otras actividades y así se comprende que sea difícil vivir en una división psicológica. Pero para aquel que ha recibido el don de la oración del corazón, este estado de oración ininterrumpida es, al contrario, una fuente de liberación ya que la oración anima todas sus actividades: pensamientos, deseos, sufrimientos e, incluso, el reposo y los sueños.

Como dicen los Padres del Oriente: “Cuando tienes mal de muelas, no necesitas recordarlo, ya que el dolor te habita totalmente. Pasa lo mismo con la oración del corazón, que se infiltra por toda tu existencia”.

Es difícil hacerlo entender a quién no tiene la más mínima experiencia, es como si alguien hablara de la luz a un ciego. Al que habla de la oración le pasa como a aquel hombre que quiera escribir un tratado sobre el vino y buscara todo lo que los filósofos y los literatos han escrito sobre la materia; ¿pero, qué saben ellos al lado del pobre campesino que lo bebe cada día, ni que no sepa decir nada de él?

Uno percibe el “escalofrío” de Serafín de Sarov. Conversando un día con uno de sus discípulos atormentado por el problema de la identidad cristiana, éste le pidió: “¿Cuál es el objetivo de la vida cristiana?” “Es la recepción del Espíritu Santo”, le respondió el santo. Entonces Serafín le hizo entrar en el misterio de la deificación (transfiguración) y los dos se encontraron dentro de una resplandeciente claridad.

“¿Qué sientes ahora?” pregunta el P. Serafín. “Me siento extraordinariamente bien. Siento un silencio en mi alma, una paz que no pueden expresarse con palabras”. Aquí tienes, amigo de Dios, aquella paz que el Señor indicaba a sus discípulos cuando les decía: “Os doy mi paz, no la que da el mundo”.

Pero, ¿qué más sientes? Una dulzura extraordinaria. Es la dulzura de la que hablan las Escrituras: “Beberán la bebida de tu casa y apagarán la sed en el torrente de tu dulzura”. Se diría que esta dulzura funde nuestros corazones, llenándolos de bienaventuranza…

Y, todavía, ¿qué más sientes? Todo mi corazón rebosa de una alegría indecible. “Cuando el Espíritu Santo, continua san Serafín, se posa sobre el hombre, el alma queda llena de una alegría inefable, porque el Espíritu recrea en la alegría todo lo que toca”.

En este estado de plenitud gozosa, el hombre es recreado en su interior y experimenta un nuevo nacimiento, reencontrando la condición paradisíaca del jardín del Edén: su vida es un culto espiritual. Los espirituales llegan por aquí a aquello que se llama la oración espontanea o a oración ininterrumpida. Es la oración del corazón que brota como una fuente: “Brotarán de su seno ríos de agua viva. Decía esto del Espíritu que habían de recibir los que creerían en Él” (Jo 7: 38-39).

Jean Lafrange: La oración del corazón

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