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DOMINGO VI de PASCUA / A / 2023

Leer la Palabra de Dios

Leer la Hoja Dominical

 

 

 

Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.

 

Lectura espiritual

LA MONTAÑA (Mt 17,1-9; Lc 9,28b-36)
Somos un misterio de luz, 2

En medio de esta maravillosa visión aparecen de pronto dos personajes: Moisés y Elías. Sabemos que también ellos recibieron en una montaña la revelación de Dios. Ahora aparecen aquí, dialogando con quien es la revelación de Dios en persona. Moisés i Elías son los símbolos de la Ley y de los Profetas, es decir, los dos pilares de la religiosidad judía. Es así como se está mostrando la continuidad de la propuesta de Jesucristo con su pasado cultural. Ahora bien, en el centro de esta tríada profética está Jesús, lo que significa que Él es para ellos la referencia última: el cauce o camino por antonomasia para el despertar espiritual. Aún en ese trance de gloria, Moisés y Elías están hablando de la muerte. Esto indica que ni en el mayor de los éxtasis desaparece el dolor y el sufrimiento. Que la luz no olvida o margina la oscuridad, sino que, misteriosamente, la integra.

Pedro se siente tan a gusto que exclama: Maestro, ¡qué bien se está aquí! ¡Hagamos tres tiendas! Esas tiendas son una clara alusión a una fiesta judía en la que se conmemoraba el paso por el desierto, de la esclavitud a la libertad. Pero en su significado más espiritual, son lo mismo que habríamos pedido nosotros. Porque siempre deseamos instalarnos en nuestros descubrimientos para disfrutar a nuestras anchas de la luz, de la paz, del círculo de bienestar que en ocasiones nos regala la vida (la mundana, pero también la espiritual).

¡Si al menos fuera simples tiendas lo que pretendemos instalar cuando la vida nos va bien! Pero no. ¡Qué va! Más bien montamos castillos (en el aire), templos (fastuosos), modernos apartamentos (superequipados); y no sólo materiales, sino sobre todo afectivos, ideológicos o incluso teológicos, para poner a Dios al servicio de nuestro ansiado bienestar.

Pedro no sabía lo que decía, nos advierte el evangelista. Tampoco nosotros lo sabemos. El principal ídolo, el peligro fundamental, es el bienestar. Nuestro deseo de bienestar es tan total y generalizado que tratamos de aplicarlo también a lo espiritual. Pero lo espiritualmente rico suele ser corporalmente incómodo: instalarse en lo que ya se tiene supone siempre un riesgo fatal. Tú estás llamado a subir a la montaña y a bajar de ella casi constantemente; tan peligroso es permanecer demasiado tiempo arriba como abajo. En un lugar o en otro, sólo el tiempo necesario.

De pronto aparece una nube, que es el modo en que Dios se manifestó a Moisés en el desierto. La nube es un símbolo de la presencia protectora de Dios en la adversidad. Se trata de una nube luminosa -según leemos-, pero también de una nube que ensombrece: interrumpe la visión, la difumina o enturbia. Revela, pero también vela. Creíamos estar con Dios, y de pronto ya no estamos tan seguros. Conocer a Dios es desconocerle, entrar más y más profundamente en su misterio. Es la nube del no saber la que impide que la experiencia se convierta en seguridad -y que termine por matar el camino-.

Entrar en esa nube asusta -es lógico-, pues se pierden las habituales coordenadas de referencia. Asusta porque se entra en otra lógica. O porque no hay lógica en absoluto ni suelo bajo nuestros pies. A nadie le gusta caer y, sin embargo, la caída es la condición del vuelo. No hay posibilidad de experimentar la maravilla sin pasar por el temor y el temblor de esa nube. Esa nube adviene sólo cuando se ha superado la tentación del bienestar. Esa nube -esa divina confusión- es la que te permite que escuches la voz de tu consciencia, que siempre te dice: Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.

Retírate, relájate, recógete. Atiende a la aventura que llevas dentro y descubrirás que tú eres el hijo, es decir, que puedes confiar. Mantenerse en esa nube del no saber, simplemente escuchando, no es, desde luego, tan fácil, de ahí que los discípulos se caigan de bruces. Ésta es nuestra experiencia habitual: caemos en la realidad. Cuando parecía que todo empezaba a marchar, la vida nos abofetea y nos saca a la fuerza de nuestro ensueño. Necesitamos periódicamente caer de bruces: chocarnos con las cosas como son, confrontarnos unos con otros, desilusionarnos de los demás y de nosotros mismos, flaquear, desmoronarnos, volver a levantarnos…

Sólo así hacemos la experiencia del Jesús que se acerca, pues Él se acerca únicamente al que está caído. Sólo así hacemos la experiencia del Jesús que toca, pues nunca nos levantaríamos sin su toque amoroso. Sólo así escuchamos la orden que siempre deseamos oír: levántate. No nos alzaríamos del polvo sin esa voz, tan taxativa como delicada, que nos interpela y nos devuelve la dignidad. Hay que bajar del monte, no es posible permanecer siempre arriba, en la visión. Hay que volver al mercado, a la ciudad, con los otros, al trabajo de cada día, con nuestros compañeros y con nuestra familia… La montaña es un escenario excepcional, pero necesario.

Has de subir a la montaña periódicamente, pero no para construir en ella tres tiendas, sino para poder ver de nuevo cómo son de verdad las cosas, para que no se te olvide que lo que allí has visto es real

Pablo d’Ors, Biografía de la luz 

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