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XXXIII DOMINGO tiempo ordinario / C / 2022

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Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.

 

 

Lectura Espiritual

EL CORTEJO FÚNEBRE (Lc 7,11-17)                                                              

Perdió el control del volante y se salió de la carretera. Le detectaron un cáncer fulminante que se lo llevó en tres meses. Se fue apagando como una velita hasta que una mañana no se levantó. ¿Dónde quedaron entonces sus deseos de tener un huertecillo, de comprarse una casa, de cuidar a sus nietos, de escribir un libro…? Todo eso ya pasó, se acabó lo que se daba. ¿Quién habría podido imaginar…? De un modo u otro, éstas son noticias que nos llegan. Cerca de Naín, Jesús de Nazaret se cruza con un cortejo fúnebre.

Todo muere y renace a cada instante, iluminarse es darse cuenta. Ver a un muerto es importante para escuchar en nuestro interior una voz imperiosa que nos diga: ¡Levántate! Si no vemos los extremos a los que nos conduce la vida, a menudo no vivimos esa vida. Esto va en serio, nos dice cada difunto a quien despedimos de este mundo. Eres un peregrino, es bueno que nos lo recuerden. Tendemos a olvidarlo.

Cada vez que nos ve caídos o apesadumbrados por el embate de la vida, Cristo nos dice de muy diversos modos: ¡levántate! En realidad, el muerto de este evangelio -como todos los cojos, ciegos y leprosos- somos nosotros, puesto que son muchas las dimensiones de nuestra vida, probablemente demasiadas, que apenas pueden ya sobrevivir. La vida, el Dios de la vida, nos sale al paso a cada rato, si se lo permitimos. Y nos levanta para -como al hijo de esta viuda- devolvernos a la madre, es decir, reintegrarnos a la vida.

Jesús no devuelve a este joven difunto a su madre para que él siga con sus cosas, como si nada hubiera sucedido, sino para que se ponga realmente a vivir. De ahí, probablemente, que nada más salir del silencio de los muertos este redivivo se ponga enseguida a hablar. Algo similar sucede en el episodio de la curación de la suegra de Pedro (Lc 4,38-44), quien, recuperada de su enfermedad, por obra del maestro, se pone de inmediato a servir la mesa. Uno no pasa por experiencias como éstas para quedarse igual, sino para comprender que hemos de salir del cascarón y ponernos de una vez por todas al servicio de la comunidad.

Así que es en un cortejo fúnebre donde nos está esperando la vida, parece una broma. El caso es que aquella procesión funeraria terminó por convertirse en una marcha por la vida. Volvieron sobre sus pasos y, en lugar de ir al cementerio -que es a donde se dirigían-, regresaron a la ciudad, para hacer allí una gran fiesta. Toda caravana de la muerte está llamada a convertirse en una caravana de la vida. Quizá tengamos que morirnos para despertar de verdad, pero casi mejor que despertemos ahora, más que nada para ayudar a otros en su camino.

El silencio interior es entrenarse a morir. Nos quitamos de la circulación y lo dejamos todo de lado, y todo nos deja también a nosotros. La madre que tenemos dentro, nuestra particular viuda de Naín, llora en cada meditación por nuestras pérdidas. La luz aparece sólo cuando nos hemos muerto. Y aparece para devolvernos a la vida y para ponernos al servicio de los vivos

 Pablo d’Ors, Biografía de la luz

 

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