Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
EL HIJO PRÓDIGO (Lc 15,11-32)
Volver a casa (2)
En aquella familia -lo sabemos- había también un hijo mayor. Quizá por no haberse marchado de casa, por no haberlo perdido todo, aquel hijo mayor no sabía todavía quién era. Por eso se ensombrece tanto ante la suerte de su hermano pequeño. Por eso reclama al Padre lo que éste le está dando incondicionalmente desde siempre. No entiende que su padre dé a su hermano la absolución sin haberle hecho pasar antes por la amargura de la penitencia. No entiende la lógica del amor, sino sólo la de la justicia distributiva. Se compara con su hermano (como Caín ante Abel) y siente primero indignación, luego rabia y, al final, amargura y rencor. Indignación porque en un segundo se han hecho pedazos los criterios que han guiado su existencia. Rabia porque no soporta la alegría ajena, que le recuerda su propia mezquindad. Rencor porque no se ama a sí mismo, ahogado en su propio veneno. Es un rencor que le recuerda que también él habría podido marcharse, vivir, disfrutar, volver y contar a todos sus gozos y sus penurias. Es un rencor que nace de una obediencia que no es vivida por respeto y amor, sino por miedo o -peor aún- por simple hábito o convencionalismo. ¡Yo, que no te he desobedecido nunca!, arguye ante un padre que le mira y escucha con una tristeza infinita.
La aventura del hermano mayor es mucho más dramática que la del pequeño, quizá justo por ser menos épica y vistosa. Porque todos quisiéramos identificarnos con el hermano pródigo, quien, a fin de cuentas, corre grandes aventuras. La no aventura del hermano mayor pone en primer plano nuestro propio conformismo y cobardía: la envidia que sentimos antes quienes han vivido, la absurda reclamación de quien ya lo tiene todo.
En esta historia -uno de los relatos fundacionales de Occidente- hay un tercer personaje, con quien también podríamos identificarnos: el padre. Si queremos asomarnos -aunque sólo sea un poco- a las profundas aguas del corazón de Jesús y a la razón más íntima por la que relató esta parábola, es ésta la figura que principalmente conviene atender. Se trata de un padre que deja que nos marchemos y que permite incluso que nos perdamos. Es un padre que se limita a sufrir por nosotros y que, sin interferir, no se cansa de esperarnos. El padre es la casa. Hay un lugar al que volver, hay una patria. La perdición, la depravación, no es la única posibilidad. En la patria de la conciencia siempre es fiesta cuando llegan los peregrinos, por achacosos o devastados que lleguen. Es la fiesta de la unidad, que celebra la reunión de lo que estaba separado.
En medio del abrazo, el hijo pródigo tiene la tentación de echar la vista atrás. Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo -arguye entre sollozos-, trátame como a uno de tus siervos. Déjame estar aquí, pero ¡no me hagas una fiesta! ¡No soporto que me quieras! A toda esa retahíla de autoinculpación, el padre invita a dejar atrás lo que ya ha pasado. Feliz culpa la que te ha traído a este abrazo, le dice. Sumérgete en el presente de mis brazos.
Nuestra debilidad para sumergirnos en el presente es doble: la culpa y el miedo. La culpa es la enfermedad del pasado. El miedo, la del futuro. Ambas nos atenazan y nos impiden vivir en el abrazo del presente. Creer es volver a los orígenes -cargados de las experiencias que nos han destruido y construido- y abrazar a quienes fuimos.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz