Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
LA PREGUNTA (Jn 21,15-17;19)
La sabiduría debe verificarse en compasión
Jesús parece no cansarse de preguntarle a Pedro por el amor que le profesa. La vida, después de todo, nos hace continuamente esta misma pregunta. Cada momento es una invitación a fundirnos en él o, por contrapartida, a rechazarlo y escaparnos quién sabe adónde. A cada instante debemos elegir entre involucrarnos o quedarnos fuera, entre ser generosos o apáticos, entre responder o, simplemente, reaccionar. ¡Sígueme!, esa es la llamada que nos hace a cada instante la vida. ¿Me quieres?
Pedro es el hombre que ha negado a Jesús y que se ha purificado con sus lágrimas. Por eso ahora es capaz de responder: Señor, tú sabes que te quiero. Es una respuesta que apunta al horizonte más noble: el amor. Pero también es una respuesta dada con la consciencia del propio límite. Una declaración de amor que no haya pasado por la experiencia del fracaso amoroso, es poco fiable.
Para entender su Señor, tú sabes que te quiero, dicho con tanto corazón, hay que entender al menos otras dos afirmaciones suyas que preceden a ésta: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte (Mt 16,22), exclama Pedro cuando Jesús predice su Pasión. ¡No me lavarás los pies jamás! (Jn 13,18), protesta cuando ve que su maestro se rebaja hasta el punto de asumir una faena de esclavos. ¡Qué duro ver pequeños a quienes creemos grandes!
Este Pedro, que se resiste a que se cumpla el trágico destino de su maestro tiene un corazón noble, pero inmaduro. Esta inmadurez suya la mantiene casi hasta el final, cuando desenvaina la espada y corta la oreja del criado Malco, para defender a Jesús cuando vienen a prenderlo. Con todo lo que ya ha visto y oído, todavía no se ha enterado de nada. No se ha hecho cargo aún de que el amor no es cuestión de fuerza, arrojo o confrontación.
¿Qué le falta entonces a Pedro para madurar? Ya ha llorado por su traición. Ya ha limpiado su mirada con lágrimas y se ha dado cuenta de que ningún amor puede edificarse sobre uno mismo. Ahora que por fin ha dicho: Si, Señor, tú sabes que te quiero, lo que le queda de vida es para hacer realidad esta afirmación. Le queda la vida entera, tras la partida del maestro, para ir realizando en su vida, poco a poco, la voluntad de Dios. Para irse dejando colonizar del todo por su Señor. Sólo desde aquí puede entenderse que Jesús le responda por tres veces consecutivas con su apacienta mis corderos. El amor que se le profesa —ésa parece ser la conclusión— debe traducirse en repetida y paciente atención a los más débiles. La sabiduría debe verificarse y acrisolarse en compasión.
Nosotros —eso no hay ni que decirlo— preferiríamos que todo fuese de golpe, en un único acto, heroico y definitivo. De este modo nos quitaríamos el asunto de encima. El obrar de Dios en el hombre, sin embargo, es siempre poco a poco. No hay amor sin pedagogía. La historia de amor entre Jesús y Pedro es una lección magistral del amor pedagógico de Dios. Es la historia de cómo un ego va cediendo hasta finalmente quedar vencido. Es el relato de cómo se prepara, tras años de aventuras y desventuras, el corazón de un pastor.
Un pastor como Dios manda tiene que haber sido un necio, haberse resistido, haber llorado… Un pastor como Dios manda tiene que haber pasado, de algún modo, por todas las situaciones por las que pasan las ovejas. Sólo así podrá decir que las conoce. Sólo así se sentirán ellas conocidas y llamadas por su nombre. La formación de un pastor de almas es necesariamente atribulada. Sólo así, algún día, podrá su vida ser espejo del Buen Pastor.
Meditar, día a día, con inquebrantable fidelidad y con una humildad puesta a prueba, es el signo incontestable de que queremos escuchar, una y otra vez, esta pregunta: Pedro, hijo de Juan, ¿me amas? La vida que llevemos —sólo eso— será nuestra respuesta.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz