Lectura espiritual
Y vosotros, ¿quién decís que soy? (Lc 9,20)
Mi último maestro de fe ha sido un niño de mi iglesia. Había entrado en ella y se paró delante del gran crucifijo, se acercó a mí y me preguntó: ¿quién es ese?
Me sorprendió. Aquella pregunta, repentina y rotunda, me dejó bloqueado. No me servían para nada las respuestas de los catecismos ni del Credo. Entonces me incliné, sus ojos en los míos, y le dije: ¿sabes quién es ese? Uno que ha hecho feliz mi corazón. Es Jesús. Hice mi declaración de amor al Nazareno ante aquel niño desconocido, que me escuchaba con ojos como platos.
Cristo no es lo que digo de él, sino lo que vivo de él. Cristo no es mis palabras, sino lo que arde de él en mí. Manos y palabras que arden.
En cualquier caso, la respuesta a aquella pregunta de Jesús debe contener y dejar espacio al adjetivo posesivo “mío”, como Tomás en Pascua: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). Mío como la respiración, y sin él no viviría. Mío como el corazón, y sin él no existiría.
Si el Padre nuestro es la oración de los discípulos donde nunca se dice yo ni mío, sino siempre tú y nuestro, la pregunta de Jesús es, por el contrario, el anzuelo que atrapa la parte más íntima de mí. “Más íntimo a mí que yo mismo” (san Agustín).
Pero la pregunta de Jesús me provoca: ¿seguimos hablando de él entre nosotros? en las reuniones, en las asambleas, en los encuentros eclesiales, hablamos de todo menos de Dios. ¿Estamos preocupados como discípulos, como Iglesia, de defender al grupo o de dar cada vez mejor testimonio del Otro? ¿Lo llevamos a él como absoluto o nos llevamos a nosotros mismos como indiscutibles, cuando el único indiscutible es él?
La Iglesia no es un absoluto, es relativa. La Iglesia acabará, pero el reino de Dios no acabará nunca. No somos mediadores entre Dios y la humanidad. El verdadero mediador es Jesús. Entonces, hazte a un lado. “Él debe crecer y yo menguar” (Jn 3,30). Pensad en la belleza de una Iglesia que no proyecta los reflectores sobre sí misma, sino sobre Otro. Menguar.
“El que quiera venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 16,24). Jesús no dice: “tome mi cruz”, sino la suya, cada uno la suya. El proyecto es único, pero cada uno recorrerá su camino libre y creativo, el suyo, distinto de los demás, camino que debe trazar, pues aún no está trazado.
El sueño de Dios no es un interminable cortejo de hombres, mujeres y niños con la cruz a cuestas, sino de gente que se encamina hacia una vida buena, alegre y creativa. Una vida que cuesta un precio tenaz de empeño y perseverancia. Pero también un precio dulce, luminoso: “El tercer día resucitará”. Y el reino vendrá con el florecer de la vida en todas sus formas.
¿Quién soy yo para ti? Tú eres para mí un Amor crucificado. Amor herido, donde no hay engaño. ¿Qué engaño puede esconder uno que morirá de dolor y de amor por ti? Tú eres un Amor desarmado, que no se impone nunca, que has dicho: Dichosos los mansos, los inermes, los pacíficos, los desarmados, la única fuerza invencible. Tú eres el Amor que vence. La Pascua es la prueba de que la violencia no es señora, de que la muerte no es dueña de la historia. Vencedor en un tercer día, pero que ciertamente llegará. Por fin tú eres Amor inseparable. Repetimos con san Pablo: yo sé que nada, ni vida ni muerte, ni ángeles ni demonios, ni fuego ni espada; nada, ni tiempo ni eternidad, nos separará del amor de Cristo (Rm 8,37-39). Nada, nunca, nos separará de ti, Amor inseparable, crucificado, desarmado y victorioso.
Ermes Ronchi, Las preguntas escuetas del evangelio
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