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Lectura espiritual
Decimos que la conversión es pasivamente activa ya que supone nuestro consentimiento, pero así y todo, es una cosa que a uno le pasa y no que fabrica, porque es el eje de nuestra vida el que cambia. Es lo que le pasa a Agustín, a Claudel y al P. de Foucauld. Pero nosotros mismos no podemos ir hasta allí; podemos mejorar los medios suplicando a Dios, pero no podemos cambiar el objetivo.
Sería este el lugar de precisar que este movimiento de conversión que vemos en Pedro, en Pablo y en todos los convertidos es el mismo que pasa en nuestro corazón, ya que todos nosotros tenemos necesidad de convertirnos cada día.
Dicho de otra manera, para convertirnos debidamente (y por tanto para confesarnos) hay que aproximarse tanto como sea posible a la mentalidad de san Pedro en el momento que está renegando de Jesús con la más perfecta convicción, cuando ya nada podía pararlo, excepto una luz para la que él no se prepara en lo absoluto, pero que vio en la mirada fulgurante de Jesús.
San Isaac el Siríaco decía que “el arrepentimiento conviene siempre a todos, tanto al pecador como al justo”. Tendría que ser este el estado normal del cristiano que tiene el corazón arrepentido, contrito, y que vive el sacramento de la reconciliación. Y el mismo Isaac añadía: “La duración del arrepentimiento y de sus obras tendría que persistir hasta el momento de la muerte”. En la vida de los Padres del Desierto también encontramos que cuando Sisoés el Grande estaba a punto de morir, vinieron los ascetas y le dijeron tal como era costumbre: “Padre, díganos una palabra de vida”. Y Sisoés respondió: “¿Qué os puedo decir? Todavía no he empezado a arrepentirme”.
Aquí resuena ya la breve oración que rima toda la vida espiritual del Oriente cristiano, -“la oración de Jesús” que sería mejor llamar “la oración a Jesús”- que se estereotipó hacia finales del siglo XIII y el siglo XV en Athos en la expresión: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador”. Y aquí, en la metanoia, es simplemente la oración del publicano del evangelio: “Dios mío, ten piedad de mí que soy un pecador (Lc 18:13).
Y hay que entender que este arrepentimiento no tiene solo un sentido moral o sentimental como el sentimiento de culpabilidad después de una infracción o un pecado, sino que tiene un sentido global, personal y ontológico; en el sentido de comprometer el ser total del hombre y significa el cambio de toda la existencia. “Metanoia”: “meta” es el cambio, “noia” es el “nudo” de la inteligencia no en el sentido intelectual sino en el de centro del hombre, aquello que corresponde al corazón. En este sentido la contrición es muy diferente de un sentimiento de mala conciencia o un sustituto de culpabilidad, es el corazón contrito y humillado.
Jean Lafrange: La oración del corazón