Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
VOSOTROS SERÉIS MIS TESTIGOS
Entregar lo contemplado (Jn 15, 27; 20, 21-23; Mc 16,17-18)
Es muy diferente hacer las cosas por simple gusto personal que realizarlas porque sabes que es Dios mismo quien te las pide. Nada tiene ya su raíz en la mera inclinación del gusto sino en algo mucho más profundo y radical. Es muy diferente vivir obedientemente -es decir, en clave de respuesta- que guiándose sólo por el propio parecer. Saberse con una misión da a la propia vida una seriedad de la que carece la ida de quienes no van más allá de sus apetencias u opiniones. La misión otorga a los días del hombre un vuelo infinitamente más alto, dotando a cada instante de una resonancia que lo libra de la banalidad. Sentirse con una misión implica experimentar dentro de sí el impulso de un espíritu. No es posible saberse con una misión sin antes haber sentido el entusiasmo o la posesión de Dios.
Esta experiencia del entusiasmo posee algunos rasgos que permiten su identificación: dota de vida todo lo que ve y toca; no deja a quien lo disfruta donde está, sino que le impulsa a la actividad y a la contemplación; viene y va, es inaprensible; a veces es muy tenue -como una brisa suave- y otras muy impetuosa -como un viento huracanado-; se deja olvidar, pero vuelve cuando se le presenta una oportunidad; todo lo renueva y siempre desde lo que hay, pero también lo abre siempre a lo más insospechado; se retira cuando se le quiere encasillar…
No es posible sentir todo esto y no verse urgido a compartirlo. Todo contemplativo es, en este sentido, un misionero en potencia. Recibir le conduce a dar. El criterio para saber que el Espíritu habita en alguien es su imperiosa necesidad por compartirlo. Toda experiencia auténtica se verifica en una expresión, que la realiza y conduce a su plenitud. De modo que no podemos limitarnos a conservar el don recibido. Simplemente conservar puede ser la mayor traición. Hemos de entregar lo contemplado. Entregado, se profundiza y multiplica. Para la comunicación de su espíritu, el resucitado sopla sobre sus amigos. Ese Espíritu, ese soplo, capacita para amar como Jesús y para ser -como Él- paz y fuente de renovación para el mundo.
Según el evangelio, Jesús es Aquel cuyas acciones no se lleva el viento de la historia, Aquel cuyas palabras no pasarán. Esto significa que lo que realicen aquí y ahora quienes participen de su espíritu servirá y traerá consecuencias en los que vendrán. No es indiferente lo que se haga. Existe una conexión entre le cielo y la tierra. Esa unión, esa trascendencia y valor de todo -por pequeño o insignificante que parezca- es lo que hay que anunciar.
Ese anuncio será respaldado por una serie de signos. El primero -siempre según el evangelio- es expulsar demonios, esto es, sanar y liberar quienes estén sufriendo. El segundo es hablar nuevas lenguas, es decir, crear posibilidades de comunicación y de comunión. El tercero es coger serpientes, o sea, atravesar adversidades y salir ileso de ellas. Beber algún veneno y no quedar dañados significa meterse dentro de las sombras -o meterse las sombras dentro- y descubrir que es posible redimirlas. Por último, poner las manos sobre los enfermos y descubrir, en fin, que es posible ser salud para los demás. Éstos son los verdaderos frutos de la práctica espiritual: quienes así vivan, sembrarán paz y alegría, no falsas expectativas y malestar.
No hay caminos del espíritu que no estén infectados de serpientes. La garantía que el Espíritu da a sus testigos no es que esas serpientes no les vayan a picar, sino que el veneno no les hará daño, es decir, se caerá en los peligros, pero se superarán. Sin peligro no hay camino. El Espíritu nunca promete paraísos idílicos (sin serpientes), sino antídotos contra el veneno.
Un testigo no es quien dice lo que ha visto, sino aquel que ve. ¡Ahí está, y ahí, y ahí también! Es quien se maravilla ante la prodigalidad e intensidad de la belleza del mundo. Este asombro es lo que todo testigo del Espíritu testifica con sus palabras y con sus obras, pero sobre todo con la propia vida. Nadie puede por menos que atestiguar aquello de lo que ha tenido experiencia.
La fe no es, por tanto, un asunto esencialmente mental (asentir a una serie de creencias); ni siquiera sobre todo cordial (adherirse sentimentalmente a una Persona), sino -¿cómo diríamos?- carnal, corporal: el creyente queda estigmatizado por la realidad y comprende que forma parte de un gran cuerpo. En ese gran cuerpo -según se nos asegura- existimos, nos movemos y somos (Hch 17,28). Sentir y saber algo así es obra del Espíritu de Cristo en nosotros. Este Espíritu vive, también yo soy testigo. Él vive. También a mí me ha hablado. Con los ojos del corazón, también yo lo he visto.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz