Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura espiritual
LA BARCA (Mt 14,23-33)
Yo no soy mis circunstancias
La oración requiere ante todo despedir a la gente, es decir, atreverse a la soledad. La intimidad con Dios no es posible más que en un cara a cara, sin testigos. Ahora bien, esa soledad que requiere la oración no es sólo exterior (ausencia de personas), sino también interior (ausencia de pensamiento e imaginación). No es sólo retiro, también es recogimiento. Tú eres lo que queda cuando desaparecen tus pensamientos y fantasías. Ahí conoces tu verdadera soledad y ahí ves con claridad lo que eres.
Normalmente estamos en la barca de nuestros afanes, zarandeados por las olas de nuestros problemas y agitados por los vientos de las adversidades. La vida es como un mar agitado que llega a poner en peligro la estabilidad de nuestra barca. Así solemos vivir tanto los quehaceres cotidianos, amenazados a menudo por las circunstancias más imprevistas, como la práctica contemplativa, boicoteada casi siempre por el parloteo mental. Las olas son nuestro estado de ánimo, que suben y bajan dejándonos desconcertados: los malos presagios, el cansancio acumulado o repentino, la opresión por un problema, la sospecha de una insidiosa enfermedad… Los vientos son lo que sucede a nuestro alrededor: la familia que se derrumba, la salud que se resquebraja, los amigos que se alejan, las noticias que nos desestabilizan… Todo se mueve a nuestro alrededor mientras nosotros en la barca, buscamos el timón.
Nuestra oración es así hasta que Él se acerca: nuestro Cristo interior, nuestro yo profundo. Justo cuando el riesgo es máximo y la suerte parece estar echada es cuando emerge sobre las aguas la figura del Salvador. Eso que se acerca es, evidentemente, lo mejor de nosotros mismos: nuestra capacidad de amar. Por eso llega a nosotros caminando sobre las aguas, es decir, más fuerte que los vaivenes internos y que las circunstancias externas.
Nunca nos acabamos de creer que algo así pueda sucedernos. Por eso pretendemos convencernos, a base de gritos, de que se trata de un fantasma. La alegría viene a ti y tú dices no, no puede ser, no me lo merezco, es una ilusión. Lo más profundo nos parece irreal, puesto que lo desconocemos. Nos atemoriza nuestra propia fortaleza. ¿Por qué? Porque desenmascara lo estúpidos y vagos que hemos sido. Porque nos deja sin escusas.
Para sobrevivir al encuentro con nosotros mismos necesitamos ánimo, fuerza en el alma. Por eso suplicamos: Mándame ir donde ti sobre las aguas, es decir, quiero vivir por encima de las circunstancias, como señor de todo lo que sucede y no como una víctima. ¡Ven, ven! Hacemos silencio porque hemos escuchado esa llamada y para escucharla.
Ante las palabras de ánimo de su maestro, Pedro se olvida de que está en unas aguas encrespadas y, sin pensárselo dos veces, salta de la barca para dirigirse a él. ¿Cómo puede? ¿Cómo es que no se hunde? ¿Cuál es la fuerza que le sostiene sobre las aguas? Sólo una: sus ojos están fijos en su Señor. Este contacto visual, esencial, es el que le hace superar esta dificultad. Cuando nuestro corazón está en la Fuente, cuando nos focalizamos en lo esencial, no hay aprieto o peligro que no pueda ser vencido. Los vientos contrarios y las olas encabritadas (sin desaparecer) dejan de resultar amenazantes.
Éste es el núcleo de la experiencia mística: pase lo que pase, si estoy en el ser, en el amor, estoy bien. Yo no soy mis circunstancias, por mucho que me haya pasado la vida identificándome con ellas. Éste es el éxtasis al que estoy llamado: yo soy, aunque las cosas cambien. Soy con independencia de cualquier mar agitado. Ni el agua ni las olas son lo determinante.
Claro que caminar sobre las aguas no es, desde luego, tan fácil. Rara vez nos mantenemos largo tiempo en esta sabiduría. Antes o después, nos ponemos a dudar y comenzamos a hundirnos en esas mismas aguas sobre las que poco antes habíamos caminado. Nos formulamos preguntas capciosas. Miramos cómo caminan los demás, en lugar de estar atentos a nuestro propio paso. Miramos hacia atrás, cuando estábamos al seguro en nuestra barca. O empezamos a soñar con otras barcas, con otras aguas, con otros horizontes… Nos sosteníamos porque teníamos los ojos fijos en Jesús, como Pedro. Con la mirada en las circunstancias, en cambio, volvemos a hundirnos.
Con Jesús en la barca, el viento amaina. Todo acaba en una confesión, alentada por una experiencia mística: Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios. Verdaderamente, hay algo en mí más fuerte que cualquier circunstancia.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz