Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
El silencio (2)
La amorosa contemplación de la tiniebla
La mayor parte de los seres humanos nos hemos sentido, al menos alguna vez, huérfanos de Dios. Pocos lo formularían hoy en estos términos. Más bien dirían huérfanos de sentido y perplejos ante el futuro. Sea con una formulación u otra, lo cierto es que muchos estamos perdidos en el ir y venir de las circunstancias de todo tipo e incapaces de comprender -y mucho menos de vivir- lo que nos va tocando afrontar. Todos nuestros miedos y preocupaciones derivan de este sentimiento de orfandad. Cabría decir que la sociedad contemporánea vive en una especie de sábado santo global que ya dura décadas, quizá siglos. Si nos diéramos cuenta de que nada de cuanto sucede escapa a una mirada misteriosa y providente, sin embargo, los problemas seguirían afligiéndonos, cierto, pero nunca nos abatirían. Pasaríamos noches oscuras (todos las conocemos), pero todas ellas -todas sin excepción- acabarían en alborada.
Hay pensadores que han escrito que hoy vivimos una noche oscura colectiva. Que ya no es posible creer en Dios después de Auschwitz o de la bomba atómica. Qu el silencio de Dios ante el tormento de los inocentes, es un signo preclaro de su inexistencia. El silencio de Dios es la gran cuestión. ¿No le ofende a Dios la injusticia? ¿Es el silencio Su respuesta ante el horror?
Dios no resuelve los problemas del mundo, tampoco los explica. La pregunta por el mal sigue sin respuesta. Pero eso no significa en absoluto que se desentienda o que huya de ellos, sino mas bien -y esto es la fe- que los mira silenciosa y amorosamente. ¿Los mira? En efecto, ante el grito humano, Dios no ofrece teorías ni soluciones, sino una (discreta) presencia de amor que nos responsabiliza y pone en acción. En ese sentido, cabría decir que a humanidad es la meditación de Dios.
Quienes adoramos estamos llamados a asumir el dolor del mundo; la misma actitud que, según esto, asume el propio Dios: el silencio, que es la otra cara del grito, el silencio que escucha el grito. El silencio que permite que ese grito llegue a las entrañas. Porque sólo de esa escucha -de esa amorosa contemplación del grito- puede brotar la verdadera redención. Un buscador espiritual nunca entenderá este problema del silencio de Dios. Pero lo resolverá entrando meditativamente en él. Ser contemplativo es haber comprendido que el silencio es la gran revelación, la respuesta al dolor, la puerta de la luz. Que el silencio no está ahí para ser comprendido, sino para que nos sumerjamos en él hasta descubrir el tesoro que esconde. El silencio es la forma más discreta, paradójica e intensa del misterio de la salvación.
Todas estas palabras resultan sin duda demasiado grandes -cuando no directamente ofensivas e intolerables- mientras se persista en el generalizado infantilismo religioso. Es preciso dejar ya de esperar que Dios nos ayude desde arriba -como si fuera un mago, que, con su varita mágica, arregla caprichosamente todo lo que se ha torcido. Un Dios verdadero sólo puede apelar a la madurez humana. No peticiones infantiles. No preguntas retóricas. No huidas sistemáticas al entretenimiento. Es preciso despegarse de todas las formas religiosas, lo que en absoluto significa descuidarlas o dejar de utilizarlas. Pero conviene recordar a cada instante que sólo son medios (sólo caminos posibles entre otros muchos caminos, también posibles) para la consecución de un fin. Sí, es preciso morir a Dios para llegar a Dios. Morir a nuestras ideas de Dios, a nuestra experiencia de Dios -como María, como Abraham…- para vivir el misterio de la vida más allá de toda comprensión simplemente racional. Si Dios responde pudorosamente ante el sufrimiento del inocente, la adoración es la respuesta pudorosa a la aflicción del mundo. Sólo desde ahí nuestra respuesta activa podrá ser sólida y fructífera.
Dios se escucha a sí mismo en el hombre que guarda silencio. Pero la Suya no es una escucha narcisista y autosatisfecha, sino dramática y pacífica a un tiempo, poliédrica y apasionada. Él vive en quien se silencia de toda forma para entrar en el fondo del misterio.
Según la Tradición, en el sábado santo Cristo bajó a los infiernos, es decir, la luz abrió las puertas de las sombras para que quedaran iluminadas y perdieran su aguijón. Lo que ha quedado abajo (lo inferior e irredento, lo subconsciente) tiene, pues, su oportunidad de cambiar de signo. La visita al infierno es siempre lo que precede a la definitiva irrupción de la luz. Pero ¿resistiremos a esta intemperie? ¿Seremos capaces de mantenernos confiadamente en medio de ese largo y gélido vacío?.
Biografía de la luz, Pablo d’Ors