Lectura Espiritual
Hay personas piadosas que se sienten aquejadas de soledad. Rezan, reciben los sacramentos, hacen todo lo posible por cumplir prácticas espirituales y preceptos… y aun así se sienten solas. Adoran a Cristo, se alimentan de Él en la comunión, se lavan con su preciosa Sangre en el sacramento de la Reconciliación y esperan verlo cara a cara el día del juicio. Pero tienen una escasa experiencia de la íntima relación y compañía que constituyen la amistad con Él. Hasta el austero Tomás encuentra que la caridad no es otra cosa que “amistad con Dios”, y describe el trabajo del Espíritu Santo en el mundo como “obra de amistad”.
Aquellas personas desearían tener a su lado alguien que no solo les evite el sufrimiento, sino que sufra con ellos, alguien a quien comunicar en silencio los pensamientos que las palabras no logran expresar. Y no alcanzan a convencerse que es precisamente ese puesto el que Jesús desea ocupar; que su deseo más vehemente es no solo ser colocado en el trono de adoración y en el destino de los actos volitivos, sino en el rincón más oculto del corazón humano, ahí donde el hombre es más él mismo y donde, por tanto, se encuentra más profundamente solo.
JESÚS DESEA NUESTRA AMISTAD. Así nos lo revela cada página del Evangelio. En él todo habla de su humanidad abierta, de su deseo de amistad: a vosotros os he llamado amigos. Su humanidad clama por los suyos, y se revela concentrada en las mismas cosas en las que nos concentramos nosotros: Jesús amaba a Marta, a su hermana María y a Lázaro… el discípulo que Jesús amaba… Jesús, mirándolo, lo amó. Lo amó, con un sentir distinto del amor divino. Lo amó, como yo amo a mi amigo, como mi amigo me ama a mí.
Si hay algo patente en las páginas del Evangelio es el deseo de Jesús de que seamos sus amigos. No le reprocha al mundo que Él, su Salvador, viniera a buscar a quien estaba perdido, y lo que estaba perdido se alejara aún más de Él. Lo que le reprocha es que se le acercara a la oveja de su rebaño y esta lo rechazara: Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron… ¿qué heridas son esas que llevas en la cara? Son heridas que me hicieron en la casa de los que me aman. Aunque quizá el momento más dramático en que Jesús se manifiesta necesitado de amistad es el episodio de Getsemaní. Significativo, digno de consideración, el hecho de que Jesús interrumpa tres veces su oración para ir en busca de los suyos. Y los suyos estaban dormidos.
¿Qué podría hallar en ellos? A lo sumo, una solidaridad muy limitada y una comprensión muy superficial. Una reacción más de desconcierto que de ayuda efectiva, alguna promesa tan inconsistente como presuntuosa. Lo cual, sin embargo, hubiera significado bastante: un poco de compañía, un cierto calor humano. Velad conmigo. Ruego apremiante, súplica de un hombre afligido que no quiere quedarse solo. Tres veces se levantó para ir en busca de ellos. Es sobrecogedor este ir y venir de Cristo, este desasosiego, ésta desesperada necesidad de compañía, esta especie de movimiento pendular por el que Cristo es arrastrado una y otra vez de Dios a los hombres y de los hombres a Dios; de un Dios sordo a unos hombres dormidos, y de estos nuevamente a la soledad de una roca bañada en sangre.
Desea ser nuestro amigo. Es el peregrino que se acerca a media noche a nuestra casa y se ve Él mismo llamando a la puerta: si alguno me abre, cenaré con él, y él conmigo. La experiencia de la amistad de Jesús es el auténtico secreto de los santos. Podemos hacer oración con el deseo de cumplir unos mandamientos, de ser consecuentes con nuestros propósitos, de mejorar en virtudes. Podemos confesar nuestros pecados para evitar el infierno, y luchar contra nuestros defectos a fin de mantener la estima de nuestros prójimos. Pero no hay quien logre avanzar dos pasos por el camino de la santidad a menos que Jesús camines a su lado.
Ricardo Sada; Consejos para la oración menta