Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
LA MUERTE (1)
El grito y el silencio son los dos polos de la vida espiritual.
El mayor dilema existencial no es simplemente la muerte, sino la muerte del hijo: no sólo morir a uno mismo, sino a la propia obra. Morir al hijo es morir a lo que más se quiere. Quien muere en la cruz no es el ego, sino el yo profundo; no se muere sólo a lo malo, sino también a lo bueno. Muere el yo (el testigo) para que renazca Dios (el Testigo del testigo).
Este dilema de la cruz -síntesis de todo el cristianismo- tiene su presagio en la historia de Abraham: Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac, vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio en uno de los montes que yo te indicaré (Gn 22,1-18). Abraham -lo sabemos- no retuvo para sí su condición de padre, sino que la entregó. No se identificó con la hermosa misión de la paternidad -que, por otra parte, era Dios mismo quien le había concedido. Fue así, renunciando a lo que más quería, como accedió a la paternidad no ya sólo de Isaac, sino de una generación de creyentes tan incontable como las estrellas. Le guste o no, con estos precedentes todo cristiano tiene un norte muy claro: el sacrificio.
La cruz es la mejor imagen simbólica de Cristo y, por ello, la señal del cristiano. El palo horizontal apunta a la humanidad; el vertical a la divinidad; el cruce entre ambos es, precisamente, lo que Cristo representa: la unión entre el hombre y Dios, la posibilidad del encuentro. Todo camino espiritual busca, de un modo u otro, ese encuentro. Traicionar cualquiera de los dos polos dejaría insatisfecho al corazón humano, tan hermosamente mundano como ineludiblemente espiritual.
Ahora bien, la cruz es también, y por definición, un instrumento de tortura, lo que significa que ese encuentro entre el hombre y Dios, entre el mundo y el espíritu, no se realiza sin dolor. Más aún, significa que el dolor es el camino para el amor. Significa que la gloria se juega en la cruz, en cómo se vive la cruz. Jesús la vive perdonando: Perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23,34), dice. La razón que avala ese perdón es la ignorancia: no saben lo que hacen. Ahora bien, esa ignorancia no debe esgrimirse como causa eximente y, en último término, como justificación. Más que como escusa, nuestra ignorancia debería servirnos para estimularnos a intensificar el trabajo espiritual.
Los cristianos afirman que Jesús muere para redimir el pecado del mundo, ¿qué significa esto? Porque esto del pecado nos suena oscurantista y anticuado y, sin embargo, en el camino espiritual siempre surge un momento en el que hemos de sumergirnos en el pecado del mundo. Es un momento en el que finalmente se hace uno cargo de la monstruosidad del mal, de su alcance, de la desdicha de la siembra… es un momento en que se percibe el horror del que se forma parte y al que se contribuye con el propio egoísmo, la soberbia, la indiferencia, la impiedad… Todo esto puede sonar exagerado o incómodo; pero lo cierto es que, a mayor luz, mayor sensibilidad también para la sombra y, en consecuencia, mayor compasión. Esa compasión no es mera condescendencia (un movimiento de arriba abajo), sino asunción del dolor ajeno y -muy importante también- ofrecimiento del propio.
Este doble ejercicio (asumir y ofrecer), gracias al cual se realiza la redención, posibilita experimentar la alegría en la tribulación. ¿Alegría en la tribulación? ¿Nos hemos vuelto locos? ¿No es esto contradictorio, acaso perverso? Lo extraordinario es que todo esto sucede realmente, no es una teoría; y sucede a personas que, mientras tanto, viven una vida en apariencia normal. Pero la normalidad es siempre una ficción. Siempre estamos cayendo o subiendo, colaborando con la fuerza de la gracia o con la de la oscuridad.
Continuarà…
Biografía de la luz, Pablo d’Ors
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