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Lectura espiritual
Hay que insistir sobre la adoración como movimiento espontaneo y constitutivo del hombre. Es la única manera de entender que el hombre está llamado a la oración continua: su verdadera naturaleza es la oración. El hombre está hecho para el Rostro y la comunión. Así, la inclinación del corazón del hombre es de ofrecerse, de amar y de dar culto a Dios; en una palabra, de adorar. Se entretiene, se complace, se baña.
Desde la vocación de Abraham y, hasta podríamos decir, desde la creación de nuestros primeros padres, Dios ha buscado adoradores en espíritu y en verdad (Jn 4:23), pero ha encontrado corazones de piedra y de aquí viene todo el drama de Israel. No obstante, a lo largo de toda esta historia, el Espíritu Santo ha suscitado verdaderos adoradores entre el pueblo, sobre todo entre los pequeños y los pobres.
Pero de la adoración podríamos decir aquello que hemos dicho de la conversión: para adorar hay que haber entrevisto, ni que sea fugazmente o como a través de un espejo, el rostro infinitamente bello y santo de Cristo (sobre todo su rostro “trinitario”): ¡este rostro que no se parece a nada! Hay que haber sido seducido, atraído y cautivado por este rostro y, todavía, haberse dejado atrapar por él.
Hemos estado creados para la adoración, pero, hemos de cantar esta evidencia con alegría: y para esto hace falta algo más que la evidencia, hace falta el amor.
Digamos que el hombre salido de las manos de Dios y creado a semejanza suya está habitado de este amor que le lleva a alabar a Dios, a ofrecérsele y a perderse en él. Mirad la Virgen María, des de que percibe la ternura de Dios hacia ella eleva en su corazón un canto de adoración: “El Todopoderoso obra en mi maravillas. Su nombre es santo”.
Este movimiento de amor no está reservado a las criaturas inteligentes: el dinamismo entero del universo es conducido por el amor de Dios y, siguiendo a Daniel (3:57-88) que canta el himno del universo, Francisco de Asís compuso las alabanzas de las criaturas, en su lecho de muerte. No somos más que una “puntita” de la gloria de Dios y el hombre que no se gira hacia Dios hace sufrir a la naturaleza con una violencia insospechada: le impide cumplir su función profunda que es la adoración y la alabanza de Dios.
Más allá y más profundo que nuestro instinto egoísta, hay en nosotros un éxtasis ciego que nos empuja hacia el otro para fundirnos en él.
Somos enviados a la existencia en un estado de explosión oblativa: desgraciadamente la unión con el otro solo puede realizarse en la diferencia y por eso nos deja en un sentimiento de insatisfacción y de soledad como un pregusto de la muerte. Encontramos este deseo del éxtasis en todos los drogados que quieren hacer el viaje para experimentar el paraíso de la fusión. Pero hasta dejándose engañar por todos los espejismos, los jóvenes reclaman esto. La única realidad que podemos ofrecerles es el amor de Dios.
Hasta en el infierno, Satanás tiene esta sed que está incluida en su naturaleza. Y es por esto que este éxtasis alimenta tanto el pecado como la virtud y la santidad. Solo que en el pecado se le hace resistencia en lugar de lanzarse hacia Dios, y uno se repliega sobre si mismo. San Bernardo hablará de la naturaleza encorvada al comentar el pasaje del evangelio sobre la curación de la mujer encorvada. Mientras que por el amor uno se deja llevar por la oblación espontanea y se va hasta lo más alto de esta apertura, en el gozo.
.Jean Lafrange: La oración del corazón
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