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Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
Lectura Espiritual
LA AGONÍA
Redimir la sombra colectiva (Mt 26,36-46)
En el momento más difícil de la vida, Jesús se va a Getsemaní, donde experimentará toda la tribulación de ser hombre. Le ha llegado su hora: el lenguaje común es inequívoco, se refiere a la hora de abandonar este mundo, que es la de la verdad. Esta identificación entre la muerte y la verdad es muy expresiva: al morir se desvela lo ilusorio y nos quedamos con lo que verdaderamente importa. Es la hora de la verdad de lo que la propia vida ha dado de sí y es la hora de la verdad porque vas a encontrarte con ella, en los dos sentidos.
Jesús se va a Getsemaní precisamente para afrontar esta hora con entereza, para luchar por el último capítulo de su gran misión; pero no puede evitar sentirse abatido y, por ello, ruega a sus discípulos que le acompañen en el trance. ¡Me muero de tristeza!, les confiesa. Pero, ¡qué dices!, le respondemos nosotros. Lo oscuro nos atemoriza tanto que ni siquiera dejamos a los demás el derecho a sus sentimientos.
Todo esto tenía que suceder en un huerto, el mismo escenario que el del paraíso y el del pecado original. El espacio de la primera traición (el jardín del Edén) es también aquel en que se producirá esta otra traición: la de los discípulos que se ponen a pensar en sus cosas hasta que se quedan plácidamente dormidos. Pero el huerto es de igual modo el lugar de la Creación, y será también el de la resurrección, puesto que donde se entierran las semillas es también donde nacen los frutos.No nos hacemos cargo, seguramente, de hasta que punto la somnolencia de los discípulos sigue siendo la puerta por la que nos entra la mayor parte de los males: esa indolencia o dejación por la que a menudo nos dejamos vencer, o esa insensibilidad ante los constantes atropellos que padecen unos y otros aquí y allá. Ajenos por completo al drama de los hombres, los discípulos de entonces -como los de ahora- han elegido y seguimos eligiendo prescindir de todo lo que no les gratifica, tan molesto, tan inoportuno. Esta escalofriante falta de piedad, esta huida sistemática de los otros y ese encerramiento en lo propio, eso es lo que de hecho otorga al mal un gran poder sobre este mundo.
Así que, al volver con los suyos, Jesús -incrédulo- se los encuentra adormilados. No se han hecho cargo de su situación, han cedido al sueño, a los sueños. La agonía, es decir, la lucha entre el cuerpo y el espíritu, deberá afrontarla en una soledad completa.
El cuerpo y el espíritu están siempre luchando, es en la agonía cuando lo percibimos. La agonía es la percepción de esa lucha. Lo habitual es quedarnos dormidos, pues es un combate encarnizado que nos espanta con sólo mirarlo. Pero si decidimos librar ese combate asistir a su desarrollo y tomar parte activa-, entonces sólo hay un camino: la oración.
Orar es implorar fuerzas para la agonía de la existencia, orar es confiar en que el espíritu vencerá a la carne. Pero la carne se resiste a ser vencida. El propio Jesús, con toda su iluminación, se estremece ante la inminencia de su muerte y ante el precipicio de la nada que se abre ante él. ¿Y si me he equivocado?, tuvo que preguntarse. Teme que el grupo se disperse antes de haber comenzado su andadura. Teme haber fracasado en su misión de implantar el Reino. Teme sufrir la infamia y la ignominia. Tal es su horror que suda gotas de sangre. La sombra tiene su sintomatología.
Nunca como en Getsemaní es patente la contradicción en la que vive Jesús, la extrema polaridad de sus emociones. Por un lado, siente la angustia de quien sabe que todo se acaba; por lo que le pide a Dios que le libre del horror de ese cáliz. Pero, por la otra, cede y le ruega que se haga Su voluntad. He aquí una plegaria en la que luz y sombras chocan. ¿Cómo no resistirse al exterminio y, al tiempo, cómo no aceptar, desde su condición de hijo, la infamia y la ignominia? Los ángeles consoladores, sólo aparecerán al final de este episodio: sólo al final de la lucha se comprende su sentido.
En la experiencia de la oración, hacemos silencio y nos encontramos en medio del estruendo de la dispersión. Te falta aquello de lo que te has fiado, entras en la espiral de la pasión y muerte de ti mismo. La cruz que hay que cargar, no es simplemente la nuestra: ¡es la del mundo! Hay que sanar pronto de las propias heridas, para poder empezar a cargar -y sanar- las de los otros. La sombra colectiva sólo empieza a redimirse cuando ya lo está la personal.
Pablo d’Ors, Biografía de la Luz