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Lectura espiritual
Nos extendemos todavía más sobre este misterio de la súplica porque es el telón de fondo sobre el que se teje toda la enseñanza de Jesús sobre la oración continua.
Cuando Jesús nos pide orar sin parar, sin descorazonarnos nunca, y nos pone el ejemplo del amigo inoportuno (Lc 11: 5-13) o la parábola del juez que se hace de rogar (Lc 18: 1-8), escoge unas situaciones límite en que la perseverancia llega a enternecer el corazón del amigo o del juez.
Dios parece estar del lado de aquel que es duro de oído. Pero pasa enseguida al plano de padre: “¿I Dios no hará justicia a sus elegidos que le claman noche y día mientras se hace esperar pacientemente? Yo os digo que les hará justicia rápidamente. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18: 7-8).
Todo el secreto de la oración continua radica en el misterio de la fe y de la confianza. Dios espera de nosotros un alto grado de confianza y de humildad para enternecerse hasta este punto. “Pedid y recibiréis… Todo lo que pidáis en mi nombre lo obtendréis”.
Dios quiere dárnoslo todo, no se complace en denegarnos nada, pero hay que pedírselo de manera correcta, cortésmente, diciéndole “Por favor” y “gracias”: esto es indispensable porque es la sustancia misma de nuestro diálogo de amor con él… y esto implica un reconocimiento muy eficaz, muy profundo, muy costoso del hecho de que Dios no está obligado a dárnoslo.
Y ahora nos preguntamos: Cuando un hombre no sabe rezar, ya sea porque es orgulloso, ya sea porque cuenta demasiado consigo mismo y no desea ponerse bajo la misericordia, ¿qué puede hacer? es necesaria una manifestación especial del Rostro de Dios para sacarle de este estado, convertirlo y hundirlo en la humildad.
Dios responde siempre al que le pide, es gratuito e infalible. Pero no puede hacer que pida aquel que no pide. Nos queda el recurso de pedir perdón a Dios de nuestro orgullo, pidiendo a Dios que haga lo que falta y que queme el mal que hay en nosotros.
Entendemos bien que es un círculo vicioso: hay que rezar para ver el rostro de Dios, y para rezar hay que haber vislumbrado este rostro. “No os pidáis amar a Dios de golpe, pero acordaros que él os ama con un amor loco” (Nicolás Cabásilas). Nos ha amado tanto que ha muerto de amor en la cruz.
Hemos de ver a Dios como el mendigo de amor que llama a la puerta de su criatura. I como el “Fiat” de la Virgen le ha permitido retomar la creación desde el interior, llama al corazón de cada uno de nosotros. Desciende, busca al esclavo que ama; él, el rico, va hacia nuestra pobreza, declara su amor y pide correspondencia. I si es rechazado, no se ofende sino que espera pacientemente a la puerta como un mendicante.
La pobreza de Dios, la humildad de Dios. El Dios tímido, el Dios mendicante.
Jean Lafrange: La oración del corazón