Lectura espiritual
“¿Por qué sois tan miedosos? ¿Por qué no tenéis fe?” (Mc 4,35-41): miedo y fe son los dos antagonistas que se disputan eternamente el corazón humano.
La palabra de Dios, desde el inicio hasta el final de la Biblia, consuela y estimula, repitiendo infinitas veces: no temáis. ¡No tengáis miedo!
Los motivos de nuestros temores son muchos. Tenemos el miedo del niño, del enfermo, del pobre, del agredido, del moribundo, del perseguido. Mil motivos.
El temor de Dios es el temor de los temores; el peor de todos, ese temor del que derivan todos los demás. Y es hijo de una falta de confianza.
Adán y Eva creen en una imagen invertida de Dios: un Dios que quita y no un Dios que da; un Dios que roba la libertad en lugar de ofrecer posibilidades; un Dios a quien le importa más su ley que la felicidad de sus hijos; un Dios de mirada justiciera, del que se ha de huir en lugar de ir a su encuentro, un Dios del que no podemos fiarnos.
El primer pecado es un pecado contra la fe. El miedo de los miedos nace de la imagen errónea de Dios. El corazón atemorizado de Adán desciende del rostro de un Dios temible. Jesús ha venido a llenar de sol ambos gestos.
“Un día Dios, siempre tan creativo, original y desconcertante en sus propuestas, invertirá la cuestión de este modo: ¿el hombre y la mujer no se han fiado de Dios? Pues bien, Dios se fiará de ellos, inventándose la encarnación. Se fiará hasta el punto de entregarse en sus manos inerme, vulnerable, menesteroso e incapaz de todo, un bebé llorando. Se fía, y la jovencita dice sí y aprende a ser madre” (Marina Marcolini). Y José, el hombre enamorado y atormentado por las dudas, se fía y se pone al servicio de aquellos dos, con sus manos callosas y sus sueños.
El hilo que remienda el desgarro en la trama de amor entre Dios y el ser humano se llama confianza. Lo que se opone al miedo no es el valor, sino la fe: ¿por qué tenéis miedo? ¿No tenéis fe? Los dos antagonistas inversamente proporcionales.
“Ya caída la tarde, Jesús les dijo: ‘Pasemos a la otra orilla’”. Las barcas, las pequeñas barcas están seguras, amarradas en el puerto, pero no han sido construidas para esto. Están hechas para navegar y afrontar tempestades… No es evangélico permanecer inmóviles en la bahía, sujetos con el ancla.
Nuestro lugar no está en los éxitos ni en los resultados triunfales, sino en una barca en el mar, mar abierto donde antes o después durante la navegación de la vida encontraremos aguas agitadas y vientos contrarios. La verdadera formación no consiste en enseñar las reglas de la navegación, sino en transmitir la pasión por el mar abierto y el deseo de navegar más allá, pasión de alta mar.
Ermes Ronchi, Las preguntas escuetas del evangelio
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