Lectura espiritual
La peregrinación al corazón: la conversión
El cristiano vive sin tener conciencia de lo que lleva en su interior, es un durmiente que deja soñar en el corazón las energías del Espíritu. En el evangelio, Cristo no para de decirnos que hay que estar en vela tras la puerta y esperar su retorno: “Velad… Estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre” (Mt 24,42-44). Cristo nos advierte que vendrá de noche, dejándonos entender que no hemos de dormirnos. Durante la agonía, dirá: “Simón, ¿duermes? ¿no has podido velar ni una hora? (Mt 14,37).
Por eso Jesús opone al hombre que vigila, el sirviente que se olvida de Dios; a las vírgenes prudentes opone las vírgenes necias que no esperan el retorno del Esposo.
Los Padres del Oriente nos dicen que el único pecado es el de ser insensibles a Cristo Resucitado, de no hacer caso del que no para de llamar a la puerta de nuestro corazón, ya que no hay que confundirse sobre el sentido del retorno de Cristo. El Señor no viene a nuestro encuentro desde fuera sino que es realmente el mendicante que llama desde dentro. El Espíritu Santo gime desde el fondo de nuestro corazón y espera la liberación de un nuevo nacimiento: “Mira, estoy en la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y comeré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
Se trata ciertamente de una cena interiorizada que el Señor come con nosotros en la cámara alta de nuestra alma y que hace que permanezcamos en él y él en nosotros. Así la oración continua aparece siempre en la línea recta de la Eucaristía perpetuada.
Hay en el hombre de oración una calidad de atención y de escucha para sorprender a su corazón en flagrante delito de oración. Es una actitud que moviliza todas las fuerzas, las energías y las disponibilidades del corazón para no faltar a la cita. Son los valores que encontramos en el capítulo VII de la Regla de san Benito cuando dice que el monje ha de evitar absolutamente el olvido, la ligereza de espíritu, la distracción un poco loca aceptada como estado habitual del alma.
¿Por qué esta vela atenta? Simplemente porque hay alguien que está siempre esperando. La Palabra de Dios nos es dirigida cada día, por eso hay que escuchar su voz y no endurecer el corazón. Entonces hay una cosa que se convierte en lo único necesario: el encuentro, la comunión con Cristo que viene. Nada hemos de amar tanto como este encuentro con Jesús, el Esposo de la Iglesia.
Y todos aquellos que deseen y esperen se preparan unidos para el encuentro o, mejor aún, para escuchar su voz. Esta espera y este encuentro hacen la reunión de aquellos que se preparan. Están unidos en nombre de Alguien que ya está en medio de ellos, de cara al cual no pueden sentirse indiferentes porque ya está presente. Es él el que cuenta en primer lugar, es por eso que hace falta una gran delicadeza porque nadie no ha de arriesgarse al retraso ni a la falta de previsión. Ni en nombre de la misma caridad, comprendida superficialmente, no se puede sufrir ni negligencia ni dispersión.
Jean Lafrange: La oración del corazón
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