Lectura espiritual
Nos sentimos removidos, con una fuerte sacudida al corazón, al escuchar atentamente aquel grito de san Pablo: Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación. Hoy me lo propongo otra vez, y también os lo recuerdo a vosotros y a toda la humanidad: ésta es la voluntad de Dios, que seamos santos.
Para pacificar las almas con una paz auténtica, para transformar la tierra, para buscar a Dios Señor Nuestro en el mundo y a través de las cosas del mundo, resulta indispensable la santidad personal. A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén.
Solo hay una manera de crecer en la familiaridad y en la confianza de Dios: tratarlo en la oración, hablarle, manifestarle -de corazón a corazón- nuestro afecto.
Primero una jaculatoria, después otra, y otra… hasta que este fervor resulta insuficiente, porque las palabras resultan pobres…; y se abre paso a la intimidad divina, en una mirada puesta en Dios, sin descanso y sin cansarse. Entonces vivimos como si estuviéramos cautivos, como prisioneros.
Mientras llevamos a cabo con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de una forma más eficaz, con un dulce sobresalto.
Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que él nos permita saborear el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos digan locos y nos tomen por necios.
Al admirar y amar auténticamente la Humanidad Santísima de Jesús, descubriremos, una a una, sus heridas.
I en estos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces o amargas que procuramos ocultar, será necesario introducirnos en cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para complacernos en esta Sangre redentora, para robustecernos.
Entonces el corazón siente necesidad de distinguir y adorar cada una de las Personas Divinas. En cierta manera es un descubrimiento, el que hace el alma en la vida sobrenatural. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos da sin que lo merezcamos.
Sobran las palabras, porque la lengua no consigue expresarse; el entendimiento se aquieta. Ya no se razona, ¡se mira! I el alma se pone a cantar una vez más con un cántico nuevo, porque se sabe mirada amorosamente por Dios, siempre.
Con esta donación de uno mismo, el celo apostólico se enciende, aumenta cada día -contagiando esta ansia a los otros- porque el bien es difusivo. No es posible que nuestra pobre naturaleza, tan cerca de Dios, no queme en un deseo de sembrar en todo el mundo la alegría y la paz, de regarlo todo con las aguas redentoras que manan del Costado abierto de Cristo, de empezar y acabar todos los trabajos por Amor.
Que la Madre de Dios y Madre nuestra nos proteja, para que cada uno de nosotros pueda servir a la Iglesia con la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu Santo y con la vida contemplativa.
De las homilías de san Josemaría Escrivá de Balaguer, presbítero