Una mirada artística a l’Evangeli del Diumenge, un gentilesa de l’Amadeu Bonet, artista.
YO SOY LA VID VERDADERA (Jn 15, 1-7)
La unidad es nuestra máxima aspiración
Lo sepamos o no, la unidad es nuestra máxima aspiración. Nos sentimos bien cuando estamos unidos; nos sentimos mal, por contrapartida, si nos dividimos. Nuestro principal problema es, por tanto, que estamos separados unos de otros y de nosotros mismos. Más aún, con frecuencia estamos rotos por dentro, enfrentados unos con otros y, obviamente, lejos de la naturaleza, nuestra casa. Todo lo que hacemos busca recomponer esta unidad primordial.
En la teología cristiana, por ejemplo, se habla del Cielo como de esa realidad en la que el ser humano salvado verá a Dios y estará unido a Él. De modo que ver y unir son los verbos que se conjugan en la eternidad.
Pedid lo que queráis y se os dará, es decir, ya no habrá fractura entre el deseo y la realidad. No estará por una parte el mundo con sus cosas y yo, por la otra, con las mías, sino que caminaremos a la par, finalmente de acuerdo. Todo lo que pida se me concederá, puesto que me habré dado cuenta de que el universo entero está a mi favor.
Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17,11). El mundo creerá en la luz si mantenemos la unidad. Ésta es la promesa. Pero la unidad debe verse. La reconocemos en ocasiones; entonces sabemos con el corazón que es posible gracias a una fuerza que nos trasciende.
Claro que nosotros no estamos siempre conectados, sino más bien dispersos. Separados, nos secamos y somos echados fuera. Porque, ¿para qué sirve una mano sin un cuerpo, un ojo sin una cara, una ventana que da a un muro? No es que separados seamos menos, es que no somos nada. La tristeza que a menudo reina en el corazón del hombre se debe a que está llamado a ser una fruta jugosa y dulce y, por separarse, ha quedado reducido primero a una fruta seca y luego a nada. Pero podemos ser podados y limpiados para dar más fruto, ésa es la buena noticia. Y lo que nos poda y limpia –según el evangelista- son Sus palabras. La palabra del evangelio limpia, ese es su efecto. Nos quita del corazón toda la morralla y la porquería que se nos había ido adhiriendo, creándonos una costra. Necesitamos palabras sanadoras, como: yo soy la vid y vosotros los sarmientos.
Un sarmiento sólo puede dar fruto si por él fluye la fuerza de la vid. Si nosotros queremos dar fruto, nuestra atención no debe estar dirigida a los frutos sino a la vid. Lo que hace madurar los frutos es la fuerza de la vid, no el esfuerzo de los sarmientos. Porque los sarmientos son puros canales, no la fuente misma. De modo que nuestra atención debería estar siempre en la vid (que es Cristo) y no en la maduración de los frutos (es decir, en nuestro crecimiento personal o en nuestra eficacia profesional o laboral). Todavía más: nos presionamos hasta el punto de creer que ser es lo mismo que producir. La gran perversión de nuestra sociedad es la de pensar que hay que acabar con los que no producen, puesto que no sirven para nada.
Cristo es la vid. Su irradiación, paz y amor brillan en el mundo a través de las personas. Para que esto sea posible, sólo es preciso una cosa, sólo una: permanecer en la vid, dejarle hacer a Él. No se trata, por supuesto, de estar ociosos o inactivos, sino tan sólo de reservarse a diario tiempos para el silencio y la contemplación. Eso es todo. Su presencia se irá desplegando de este modo en nosotros lenta y misteriosamente, e irá ocupando su espacio.
La clave está en permanecer con Él en medio de todas las vicisitudes de la vida. Permanecer en su amor, con paciencia, aun cuando las circunstancias nos sean adversas. Porque entusiasmarse al principio, cuando todo parece ir bien, es fácil. Pero persistir en el desierto, soportar el calor de sol a sol, así como las noches gélidas en un precario refugio, continuar caminando cuando parece que nunca se llegará al oasis, proseguir en la entrega cuando se apaga el fuego de los inicios, eso ya es, desde luego, otro cantar. Sostiene entonces la fe pura, el puro amor. Y entonces sabe uno que no está ahí por las gratificaciones o los beneficios, sino porque ése es su lugar y ésa, su misión.
Quizá en ningún tiempo como en éste ha sido oportuno hablar de la importancia de permanecer y resistir la tentación de volver siempre a la magia de cuando empezábamos. De esperar para dar tiempo al tiempo, para que el tiempo sea lo que es y pueda hacer con nosotros lo que tiene que hacer. ¿En qué se sostiene mi sí? Quizá ser persona consista en sostenerse –y sostener a los otros- aun cuando a menudo no se encuentre la razón. Quizá mes sostenga, aunque a menudo no lo sienta ni lo crea, porque soy sostenido por Otro.
Pablo d’Ors, Biografía de la luz