Lectura Espiritual
La falta de tiempo para Dios no refleja sino una confusión de prioridades. Sería fácil hacerle ver a esa persona que una llamada telefónica menos, o el concretar momentos específicos del día para atender sus correos electrónicos, o cualquier otro pequeño recorte de una actividad, le haría posible obtener quince o veinte minutos para Dios en exclusiva. Por no decir las horas gastadas frente a las diversas pantallas los fines de semana…
Pero no basta la determinación de lograra esos espacios exclusivos dedicados a percibir la Presencia divina. Es muy posible que si llegamos en frío al momento del encuentro, no logremos demasiado. El mundo mental y el afectivo no habrán estado adecuadamente orientados. La Presencia divina se acoge en la oración porque ha sido acogida muchas veces y de muchos modos a lo largo de la jornada. Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo, dijo Jesús (MT 28,20). Y si está todos los días es porque está todo el día, además de toda la noche y en cualquier circunstancia. Perseverante, a pesar de nuestro repetido olvido.
De modo que todo puede resultar un motivo válido para descubrirlo a Él. En realidad, no se trata sino de encender la fe y el amor, y entonces logramos hacer que el Dios oculto salga de su escondite, o de su disfraz, y así podremos agradecerle tal o cual suceso, y la noticia terrible que acaba de publicarse encenderá un acto de desagravio, o iremos por la calle rezando por las personas con las que nos topemos, o el calor del horno de la cocina nos recordará lo terrible del infierno, o calcularemos -ilusionados- las horas que nos faltan para la próxima comunión, y encenderemos entonces nuestra ansia de recibirlo con actos de deseo, o será un encuentro tan sencillo como la repetición continua del nombre de Jesús, o el de María, o la puerilidad de estampar un beso en la estampa, o en el rosario, o en el crucifijo…
Se va formando entonces el ambiente, la atmósfera de Cristo, la Cristósfera. La acogida de la presencia más intensa que buscamos cuando llega el rato destinado a la oración no será entonces sino una continuidad de esa manera múltiple de haberlo acogido muchas veces en el corazón y en los labios a base del ejercicio repetido de advertirlo con nosotros: Aquel que me ama, mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada… (Jn 14,23)
Una religiosa italiana que vivió en México, describe sus búsquedas y sus encuentros…
… una palabra oída de paso, la vista de una flor, de un objeto cualquiera, un sueño, un canto, etc., le descubre a su Dios, envuelto u oculto en esas cosa que le revelan su hermosura, su poder, su grandeza y, sobre todo, su bondad. ¡Más de una vez el canto de un pájaro me ha hecho sentir la presencia de Dios! ¡Triste, infeliz i desgraciado aquel que no encuentra a Dios en todas partes, y no le hablan de Él todas las cosas, ni le muestran su amor, ni le hacen sentir su presencia i oír su voz! Yo no podría vivir; sería insoportable la vida.
Diremos también las responsabilidades que en este sentido atañe a padres y educadores. Lograr que en el ambiente familiar y en el escolar se dé dicha Cristósfera es tarea prioritaria en un mundo que silencia y hace desaparecer a Dios. Enseñar a los niños desde pequeños la capacidad de descubrirlo sería una tarea saludable que los haría inmunes a los virus del laicismo y la secularización con que se encontrarán después. “Dios ha muerto; nosotros lo hemos matado”. La terrible frase de Nietzsche -que se verifica, por desgracia, en tantos ámbitos- será conjurada por aquel que haya logrado, con la actitud contemplativa, crear durante toda su jornada el ambiente que le permita respirar el aire del paraíso.
Ricardo Sada; Consejos para la oración mental