Lectura espiritual
Simón, hijo de Juan, ¿me amas? (Jn 21,16)
Aquí resuena una de las preguntas más altas y exigentes de toda la Biblia. “Pedro, ¿me amas?”. Cuando interroga a Pedro, Jesús me interroga a mí. Y el argumento es el amor. “A la tarde te examinarán en el amor” (Juan de la Cruz).
Es conmovedora la humildad de Jesús: aunque haya resucitado, implora amor, amor humano. Puede irse tranquilo, si tiene la seguridad de que es amado. No pregunta: Simón de Juan, ¿has entendido mi mensaje?, ¿has comprendido lo que he vivido? Que es como si dijera: dejo todo al amor, no a proyectos de cualquier tipo. Tengo que irme, y os dejo con una pregunta: ¿he suscitado amor en vosotros? A vosotros que, como Pedro, no estáis seguros de vosotros mismos a causa de las muchas traiciones, pero todavía me amáis, a vosotros os confío mi evangelio.
Los apóstoles ya están en su casa, en el lago, donde todo había vuelto a empezar. Allí oyen de nuevo la gran palabra que tres años antes había cambiado su vida: “¡Sígueme!”. Y vuelven a ponerse en camino. Y ya no importa el miedo, las ilusiones que acaban en sangre y en huida, las negaciones.
Hay un nuevo inicio que florece por gracia, para decirnos que “la fe va de inicio en inicio, a través de inicios siempre nuevos” (Gregorio de Nisa), que vivir es la infinita paciencia de recomenzar.
Y esto es posible porque el traicionado vuelve, y vuelve como amigo; porque el abandonado vuelve, y se pone en manos de aquellos que lo han abandonado; porque el negado vuelve, i se fía totalmente, ciegamente.
“Voy a pescar”, ha dicho Pedro (Jn 21,3). Yo me vuelvo, todo se ha acabado. Cerrado el paréntesis de aquellos tres años de itinerancia libre i feliz, excitante y batalladora, Pedro se rinde. Y con él se rinden sus seis compañeros: “Nosotros también vamos contigo”.
Entonces, arrinconando los sueños, salieron y subieron a la barca, pero aquella noche no cogieron nada. Noche sin estrellas, noche amarga, donde en cada reflejo de las olas les parece ver naufragar un sueño, un rostro, una vida. Noche sin éxito, para que comprendieran que no se vuelve atrás, que olvidar a Cristo es estéril fatiga.
Después, hacia el amanecer, oyen aquella voz desde la orilla casi dulcemente irónica: “Muchachos, ¿tenéis algo que comer?” (Jn 21,5). Después de una noche tan desfavorable, tras una noche de fracasos. Y responden juntos, a coro: “No”. Sin ti no tenemos nada, no nos sentimos bien, lejos de tu luz no vemos nada. Una petición de auxilio.
Pero el verdadero milagro no son las redes llenas hasta romperse. El verdadero milagro es Pedro que se arroja al agua, la impaciencia de Pedro que se lanza al lago, la urgencia del amor, que tiene siempre prisa, que no teme reproches ni castigos, que nada llorando hacia aquel a quien había negado (cf Jn 21,6-7).
La proa del corazón apunta hacia aquel pequeño fuego encendido en la playa. El verdadero milagro es que la fragilidad de los discípulos, la fragilidad de Pedro, al que Jesús había llamado “roca”, mi fragilidad, no es un obstáculo para seguir al Señor, sino un recurso.
Ermes Ronchi: Las preguntas escuetas del Evangelio
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